Albada 355







LA TIMBA
(20 de octubre de 2013)

- Miguel, no se engañe hermano. La vida es una coctelera que venga y venga a agitarse… y ahí estamos todos, en la misma timba… de un lao pa otro, usted y yo, compadrito, y los de enfrente, esos de las miles y miles de ventanas que oteamos desde aquí, las de lunas grandes y brillantes cubiertas de cortinones caros y persianas automáticas, y también estos de aquí, los de los ventanucos sucios y de cristal esmerilado… todos, todos agitados por el viento de la vida.

Los dos ancianos son dos siluetas inmóviles en la azotea del edificio más alto del extrarradio; en los ojos, el horizonte de la gran ciudad nueva, a lo lejos, con sus imponentes cubos de hormigón, desiguales pero a cada cual más soberbio, más echao palante, desvaneciéndose en el azul del océano, - al fondo, tapado, apenas un trazo más claro - y en primera línea, tan cercano que parece poder tocarse alargando una mano desde la baranda, un cuadro empastado de tejados de uralitas, montones de casas pequeñas arracimadas, chamizos semihundidos, recubiertos sus tejados por una alfombra verde de embudillos, uva de gato y guargüerones… callejones torcidos, sendas estrechas embarradas por la ultima tormenta.

El humo de las chimeneas recorta en vertical toda aquella postal que tantas horas han contemplado Miguel y Julián. Sube negro y recto hacia un cielo siempre nublo. Las puestas de sol en Qutumá son además de frías, tristes, quizás porque no se alcanza casi a ver el mar y hay que imaginarse al sol recostado, hundiéndose poco a poco en el agua rizada (las olas fuertes de aquella costa siempre han atraído a multitud de surferos).

Julián, que ha conocido antes el barrio, no pasa un día sin que le cuente a su amigo como era Barviento cuando él llegó allí, al suburbio crecido colgándose sobre las laderas de las montañas… le habla de la floreciente y linda Qutumá, todavía un pequeño animalillo blanco recostado junto al mar, al que aún no le habían nacido en la piel los descomunales rascacielos ni los centros comerciales, ni las autovías y circunvalaciones, cicatrices cosiendo sus cuatro puntos cardinales… de cómo la Estación del Norte no era un descomunal y absurdo nudo que constreñía con grandes lazos de hierro su paso, su salida (¡qué absurdo tratándose de trenes!) a la selva vecina.

Miguel era más joven que Julián (¿seis, ocho años?, pese a que ambos parecían igual de viejos, ese tiempo le daba al más mayor una autoridad que ambos nunca discutirían). Recuerda que llegó a aquella misma Estación del Norte cuando todo estaba “más patas arriba que nunca”, calles nuevas surgiendo de un día para otro de la boca de las gigantescas hormigoneras, obras en cada esquina y el cielo de Qutumá cubierto por un piélago de grúas moviéndose de aquí para allá, luciendo un baile desacompasado y temerario cuando arreciaban los tifones y convertían el amasijo de hierros en meras marionetas. Más que ser testigo del nacimiento de una nueva ciudad lo que le mas le impresionó a Miguel fue el cómo las prisas y el dinero fácil lo movían todo. Cuando tras atravesar aquel amasijo de argamasa y forja llegó a Barviento, el barrio donde “se daba habitación a los nuevos y queridos qutumanos” (así le gustaba llamar al alcalde a la multitud de aparceros y obreros que llegaban cada día a centenares a trabajar a la ciudad), respiró aliviado al volver a sentir el aire sobre su cabeza y oír el ladrido de los perros persiguiendo a las pandillas de críos que corrían medio descalzos jugando a las guerrillas.

Julián, le escucha sonriendo y asiente. Los dos viejos lían tabaco. Sube el olor a fritura del patio de luces. Se oyen las voces de las madres llamando a los hijos a cenar. Comienza a hacer tanto frio que la azotea se convierte en inhóspita atalaya.

- Hasta mañana, Miguel.

-Hasta mañana compadre, y cuídese esa tos.

Anochece en el arrabal del oeste de Qutumá. Allí, en la ciudad, ya hace horas que las luces de los coches disparan ráfagas a los escaparates encendidos. Más allá donde no alcanza la vista, la selva vecina y el océano son sólo manchas negras que bordean en silencio la enorme coctelera. 




 

Albada 354




CASI TREINTA Y TRES
(13 de octubre de 2013)

Mientras espero, leo en casa a Lin Yutang, el escritor chino que habla de la importancia de vivir. Cierro el balcón que he tenido abierto al sol del mediodía. Como todos los años comienza ya a hacer frio en “los Pilares”. En el jardín, de mi rosal preferido (el que florece el último, el de las rosas más nostálgicas y olorosas, el de las más hermosas) apenas quedan unas ramas desnudas que volverán a brillar cuando las cubran copos de nieve. Al terminar la página de “Los treinta tres instantes de felicidad” llaman a la puerta. Mis amigos traen chispas de risas y merienda para el día festivo. Todavía saboreo el recuerdo de cada uno de los momentos mágicos recogidos en la lista del sabio Chin, los tiempos en los que el espíritu vuela inseparablemente unido a los sentidos: Cortar con un cuchillo afilado una brillante sandia verde sobre una gran fuente escarlata, una tarde de verano. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?... Un viajero vuelve a su casa después de un largo trayecto y ve la vieja puerta de la ciudad y oye a las mujeres y a los niños, en ambas márgenes del rio, que hablan su dialecto. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?... Es un día de verano. Salgo descalzo y con la cabeza descubierta, con un quitasol, para ver a los jóvenes que entonan canciones del pueblo de Soochow mientras trabajan en la rueda de agua del molino. El agua salta sobre la rueda en un tumultuoso torrente, como plata derretida o como nieve fundida en las montañas. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?” Y así hasta treinta y tres…

Cómo si el mundo fuera un gozoso festín que la vida ofrece a los sentidos del alma, vibra sensualmente cada poro de mi espíritu. Mis amigos me abrazan al saludarme y yo también siento ganas de exclamar como Chin Shengt’an¡Ah¡ ¿No es esto felicidad?”.

Sentados al anochecer, después de la algarabía, les pido un pequeño ejercicio, quizás un juego: que enumeremos juntos instantes de felicidad. Puede que seamos incluso capaces de llegar a treinta y tres, la cifra mágica del libro de Yutang.



• Escucho saxofones y clarinetes en mi habitación cuando llueve. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Consulto en sueños el catálogo de la Biblioteca de Alejandría el día antes de su destrucción. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Estoy con los amigos: una cerveza; una tapa y todos de pronto gritando gol. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• La luna, la montaña, el bosque, el mar, yo, todo es uno. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Veo pelis de tipos duros cuando estoy triste. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Canta Carol King mientras abro la ventana y la pesada mosca que me ha atormentado se sumerge en el otoño. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Avivo el fuego. Borbotea el arroz amarillo. El aroma se esparce hasta los pinos. Lleno uno a uno los platos. Alegría en los invitados. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Nieva. Subo al desván; me encuentro la caja de estaño que forré de niño: cubiletes de colores, dados; canicas de cristal, cromos, pegatinas… la carta de amor de la pequeña Alicia…. Tiempo de sabor antiguo. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Oigo en mi cabeza la música de las siete esferas del cosmos en su continuo girar. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Leo un poema de amor en el parque otoñal. El jardinero recoge las hojas. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Juntos un domingo de invierno por la mañana. El viento susurra arañando el cristal. Mi marido, mis hijos y yo jugamos que la cama es un gran barco y las olas nunca nos alcanzan. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Vacaciones. Meto la última maleta. El ruido sordo del capó al cerrarse. El coche se desliza por la carretera. La luz es clara, prometedoramente azul. El camino y el tiempo parecen no tener fin. Tras días fuera, la casa solitaria me recibe con la paz de la cotidiana seguridad. Ah! ¿No es esto felicidad?

• En una terraza blanca del barrio de Plaka en Athenas; Noche tibia; olor de buganvillas en el bar de Melina. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Me hundo en el sofá después de un día agotador en el trabajo. En la televisión el Gran Wyoming. La risa me cura de las habladurías y pone tiritas a la tensión. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Abro la puerta y mis hijos me visitan por sorpresa. El avión que les trajo de Inglaterra no saldrá hasta después de dos semanas. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Al grupo de gente que me mira de reojo y critica, llenas las bocas furor, les ha espantado un tipo enorme que agita los brazos y luego desaparecen todos. ¡Ah! ¿No es eso felicidad?

• Ver pasar por el aire el brillo multicolor de los abejarucos hasta posarse sobre los postes de la luz. Como notas musicales en un pentagrama colgado del cielo verlos tililar. Ah! ¿No es esto felicidad?



Dejamos de enumerar. Todos prometemos continuar otro día. Los amigos se van. Es tarde y la casa entrega al dulce silencio cada esquina, cada objeto. Me sumerjo en la lectura. Estoy sola y Lin Yutang viene de nuevo a encontrarse conmigo. ¡Ah! ¿No es eso felicidad?