Albada 355







LA TIMBA
(20 de octubre de 2013)

- Miguel, no se engañe hermano. La vida es una coctelera que venga y venga a agitarse… y ahí estamos todos, en la misma timba… de un lao pa otro, usted y yo, compadrito, y los de enfrente, esos de las miles y miles de ventanas que oteamos desde aquí, las de lunas grandes y brillantes cubiertas de cortinones caros y persianas automáticas, y también estos de aquí, los de los ventanucos sucios y de cristal esmerilado… todos, todos agitados por el viento de la vida.

Los dos ancianos son dos siluetas inmóviles en la azotea del edificio más alto del extrarradio; en los ojos, el horizonte de la gran ciudad nueva, a lo lejos, con sus imponentes cubos de hormigón, desiguales pero a cada cual más soberbio, más echao palante, desvaneciéndose en el azul del océano, - al fondo, tapado, apenas un trazo más claro - y en primera línea, tan cercano que parece poder tocarse alargando una mano desde la baranda, un cuadro empastado de tejados de uralitas, montones de casas pequeñas arracimadas, chamizos semihundidos, recubiertos sus tejados por una alfombra verde de embudillos, uva de gato y guargüerones… callejones torcidos, sendas estrechas embarradas por la ultima tormenta.

El humo de las chimeneas recorta en vertical toda aquella postal que tantas horas han contemplado Miguel y Julián. Sube negro y recto hacia un cielo siempre nublo. Las puestas de sol en Qutumá son además de frías, tristes, quizás porque no se alcanza casi a ver el mar y hay que imaginarse al sol recostado, hundiéndose poco a poco en el agua rizada (las olas fuertes de aquella costa siempre han atraído a multitud de surferos).

Julián, que ha conocido antes el barrio, no pasa un día sin que le cuente a su amigo como era Barviento cuando él llegó allí, al suburbio crecido colgándose sobre las laderas de las montañas… le habla de la floreciente y linda Qutumá, todavía un pequeño animalillo blanco recostado junto al mar, al que aún no le habían nacido en la piel los descomunales rascacielos ni los centros comerciales, ni las autovías y circunvalaciones, cicatrices cosiendo sus cuatro puntos cardinales… de cómo la Estación del Norte no era un descomunal y absurdo nudo que constreñía con grandes lazos de hierro su paso, su salida (¡qué absurdo tratándose de trenes!) a la selva vecina.

Miguel era más joven que Julián (¿seis, ocho años?, pese a que ambos parecían igual de viejos, ese tiempo le daba al más mayor una autoridad que ambos nunca discutirían). Recuerda que llegó a aquella misma Estación del Norte cuando todo estaba “más patas arriba que nunca”, calles nuevas surgiendo de un día para otro de la boca de las gigantescas hormigoneras, obras en cada esquina y el cielo de Qutumá cubierto por un piélago de grúas moviéndose de aquí para allá, luciendo un baile desacompasado y temerario cuando arreciaban los tifones y convertían el amasijo de hierros en meras marionetas. Más que ser testigo del nacimiento de una nueva ciudad lo que le mas le impresionó a Miguel fue el cómo las prisas y el dinero fácil lo movían todo. Cuando tras atravesar aquel amasijo de argamasa y forja llegó a Barviento, el barrio donde “se daba habitación a los nuevos y queridos qutumanos” (así le gustaba llamar al alcalde a la multitud de aparceros y obreros que llegaban cada día a centenares a trabajar a la ciudad), respiró aliviado al volver a sentir el aire sobre su cabeza y oír el ladrido de los perros persiguiendo a las pandillas de críos que corrían medio descalzos jugando a las guerrillas.

Julián, le escucha sonriendo y asiente. Los dos viejos lían tabaco. Sube el olor a fritura del patio de luces. Se oyen las voces de las madres llamando a los hijos a cenar. Comienza a hacer tanto frio que la azotea se convierte en inhóspita atalaya.

- Hasta mañana, Miguel.

-Hasta mañana compadre, y cuídese esa tos.

Anochece en el arrabal del oeste de Qutumá. Allí, en la ciudad, ya hace horas que las luces de los coches disparan ráfagas a los escaparates encendidos. Más allá donde no alcanza la vista, la selva vecina y el océano son sólo manchas negras que bordean en silencio la enorme coctelera. 




 

Albada 354




CASI TREINTA Y TRES
(13 de octubre de 2013)

Mientras espero, leo en casa a Lin Yutang, el escritor chino que habla de la importancia de vivir. Cierro el balcón que he tenido abierto al sol del mediodía. Como todos los años comienza ya a hacer frio en “los Pilares”. En el jardín, de mi rosal preferido (el que florece el último, el de las rosas más nostálgicas y olorosas, el de las más hermosas) apenas quedan unas ramas desnudas que volverán a brillar cuando las cubran copos de nieve. Al terminar la página de “Los treinta tres instantes de felicidad” llaman a la puerta. Mis amigos traen chispas de risas y merienda para el día festivo. Todavía saboreo el recuerdo de cada uno de los momentos mágicos recogidos en la lista del sabio Chin, los tiempos en los que el espíritu vuela inseparablemente unido a los sentidos: Cortar con un cuchillo afilado una brillante sandia verde sobre una gran fuente escarlata, una tarde de verano. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?... Un viajero vuelve a su casa después de un largo trayecto y ve la vieja puerta de la ciudad y oye a las mujeres y a los niños, en ambas márgenes del rio, que hablan su dialecto. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?... Es un día de verano. Salgo descalzo y con la cabeza descubierta, con un quitasol, para ver a los jóvenes que entonan canciones del pueblo de Soochow mientras trabajan en la rueda de agua del molino. El agua salta sobre la rueda en un tumultuoso torrente, como plata derretida o como nieve fundida en las montañas. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?” Y así hasta treinta y tres…

Cómo si el mundo fuera un gozoso festín que la vida ofrece a los sentidos del alma, vibra sensualmente cada poro de mi espíritu. Mis amigos me abrazan al saludarme y yo también siento ganas de exclamar como Chin Shengt’an¡Ah¡ ¿No es esto felicidad?”.

Sentados al anochecer, después de la algarabía, les pido un pequeño ejercicio, quizás un juego: que enumeremos juntos instantes de felicidad. Puede que seamos incluso capaces de llegar a treinta y tres, la cifra mágica del libro de Yutang.



• Escucho saxofones y clarinetes en mi habitación cuando llueve. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Consulto en sueños el catálogo de la Biblioteca de Alejandría el día antes de su destrucción. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Estoy con los amigos: una cerveza; una tapa y todos de pronto gritando gol. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• La luna, la montaña, el bosque, el mar, yo, todo es uno. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Veo pelis de tipos duros cuando estoy triste. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Canta Carol King mientras abro la ventana y la pesada mosca que me ha atormentado se sumerge en el otoño. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Avivo el fuego. Borbotea el arroz amarillo. El aroma se esparce hasta los pinos. Lleno uno a uno los platos. Alegría en los invitados. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Nieva. Subo al desván; me encuentro la caja de estaño que forré de niño: cubiletes de colores, dados; canicas de cristal, cromos, pegatinas… la carta de amor de la pequeña Alicia…. Tiempo de sabor antiguo. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Oigo en mi cabeza la música de las siete esferas del cosmos en su continuo girar. ¡Ah! ¿No es esto felicidad?

• Leo un poema de amor en el parque otoñal. El jardinero recoge las hojas. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Juntos un domingo de invierno por la mañana. El viento susurra arañando el cristal. Mi marido, mis hijos y yo jugamos que la cama es un gran barco y las olas nunca nos alcanzan. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Vacaciones. Meto la última maleta. El ruido sordo del capó al cerrarse. El coche se desliza por la carretera. La luz es clara, prometedoramente azul. El camino y el tiempo parecen no tener fin. Tras días fuera, la casa solitaria me recibe con la paz de la cotidiana seguridad. Ah! ¿No es esto felicidad?

• En una terraza blanca del barrio de Plaka en Athenas; Noche tibia; olor de buganvillas en el bar de Melina. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Me hundo en el sofá después de un día agotador en el trabajo. En la televisión el Gran Wyoming. La risa me cura de las habladurías y pone tiritas a la tensión. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Abro la puerta y mis hijos me visitan por sorpresa. El avión que les trajo de Inglaterra no saldrá hasta después de dos semanas. Ah! ¿No es esto felicidad?

• Al grupo de gente que me mira de reojo y critica, llenas las bocas furor, les ha espantado un tipo enorme que agita los brazos y luego desaparecen todos. ¡Ah! ¿No es eso felicidad?

• Ver pasar por el aire el brillo multicolor de los abejarucos hasta posarse sobre los postes de la luz. Como notas musicales en un pentagrama colgado del cielo verlos tililar. Ah! ¿No es esto felicidad?



Dejamos de enumerar. Todos prometemos continuar otro día. Los amigos se van. Es tarde y la casa entrega al dulce silencio cada esquina, cada objeto. Me sumerjo en la lectura. Estoy sola y Lin Yutang viene de nuevo a encontrarse conmigo. ¡Ah! ¿No es eso felicidad?







ALbada 353


BAJO UN ARIA EN SOL
(29 de Septiembre del 2013)

Hay personas cuya compañía es mejor que las medicinas; incluso son   tan eficaces como el más  excelente de los  libros. Hay seres humanos  que brillan cuando se te acercan y a su calor sientes que aún es posible una sonrisa.

Flota entre  ellos  y tú  un aria en  sol  ¿Por qué si no me parece oír al padre  Bach cuando estoy sentada a su lado en  medio del torbellino  de la plaza?

Hay  hombres y mujeres para los que no se ha hecho la palabra mentira ni deslealtad; gente generosa, de una pieza… gente buena.

Son tan pocos, tan escasos, que encontrarte con una de esas criaturas  es preferible a cualquier otro premio. Un delicado y  exquisito regalo que  por momentos te hará sentir la desmesura de la felicidad.

Lo sublime es posible sólo  porque en ellos aún  podemos encontrar el consuelo  de la dignidad y la honradez. Todavía piensas al pensarlos que  es posible creer. El goce de la vida es poder ver la luz que  emana de su alma y que tan generosamente nos alumbra a todos.  

Cuando las desgracias  de la vida te envuelven y te sientes más que nunca un ser necesitado y menesteroso; cuando la marea de las horas y el afán diario te dejan entre un ok y un k.o.,  volver la vista, alargar la mano  y encontrar a alguien así   hace que todo resulte más fácil, que todo sea tan  posible como  cuando te comías el mundo a los veinte años.

 Son tu amigo, tu mujer, tu madre o tal vez  tu  hijo; son tu vecino o la dependienta de la tienda en frente de tu casa; es quizás ese desconocido con el que te cruzas al comprar un billete de tren o el compañero de trabajo que lleva compartiendo contigo media vida.

Quizás es la primera vez que te has encontrado con ellos o tal vez nunca los has visto como son en realidad  hasta ese instante.  Lo complicado no es lo escasos que son  estos seres de luz (en peligro de extinción contantemente, y más  ahora), el problema  reside en que cerramos  los ojos para protegernos de tanto centelleo falso, en que dejamos de escuchar para no tener que soportar tanta verborrea funesta y que incluso  nos forramos de corazas para que nadie nos dañe lo más tierno del nuestro pequeño  corazón. Aislados como estamos es difícil reconocerlos.

 Somos seres “abiertos desde el origen”,  y para ser felices necesitamos   ser-con otro y no simplemente co-existir; pero “abrirse”  tiene a menudo tantos riesgos que no queremos  exponemos a convertirnos en nuestros propios verdugos.  Quizás acertar en la Vida, sea al final sólo eso: cuestión de  aceptar el riesgo, probar al menos.

Vuelvo a escuchar cerca de mí  el “Aria para la cuerda de Sol y  sé que soy afortuna, somos afortunados todos los que estamos a su alrededor. Y es que  bajo el calor de esa nota, un paraguas  tan tenue como inquebrantable, existen personas cuya  compañía es mejor que las medicinas; incluso son tan eficaces como el más excelente  de los libros (lo cual para una bibliotecaria como yo no está nada mal).
 

 

Albadas 352

CUATRO
(15 de septiembre de 2013)

Los libros. Recuerda que le gustaba mucho el día en que compraba los libros de los niños. Todos los años para estas fechas… llegar a casa y extenderlos sobre la mesa… abrir los plásticos, forrarlos, ponerles el nombre… Le encantaba su olor. A aquel aroma del papel nuevo encolado y de la tinta fresca se unía también el disfrutar ojeándolos y entretenerse mirando las vistosas ilustraciones. Eran libros bonitos los de sus hijos. Los que tenía ella de pequeña no lo eran tanto pero también recuerda el mismo “vivificante” perfume unido al cosquilleo en medio del estomago mientras los colocaba en la cartera. Esa inquietud difusa que producen todos los comienzos: estreno de la caja de “alpinos” (como flechas multicolores todas sus minas afiladas), goma blanca con olor a nata y sacapuntas de metal en el flamante estuche, cuadernos azules de espiral… reencuentro con los amigos… conocer (porque quizás ese año sí tocara cambio), al nuevo profesor, tener distinto compañero de pupitre… sentirse “muy, muy mayor” al salir al patio del recreo por “ser de segundo ya”… Todo un mundo nuevo por estrenar dentro del abrazo seguro que daba la certeza del camino marcado, del recorrido aprendido por lo cotidiano: un nuevo curso siguiendo al anterior y que precedía al que seguiría después. Mayores y niños repitiendo con distintas huellas idénticos pasos de la vida.
El patio del colegio. Siempre ha vivido en frente (el negocio familiar en la planta baja, la vivienda arriba). El patio del colegio donde jugaban sus hijos es el mismo que en el que ella jugó. El rincón donde se juntaba el pequeño grupo de las “más amigas” para comerse el bocadillo estaba casi igual: bajo el castaño sólo un banco de madera blanca había sustituido a la vieja grada de piedra en el que se sentaban muy unidas las cabezas (olor de colonia infantil, apenas cabían las cuatro).
Al principio los nietos también habían jugado en el mismo patio. Y ella, como lo hizo con sus hijos, se había escapado un momento de la tienda para verles desde fuera de la verja a la hora del recreo. Siempre iba con prisas (un horno lleva mucho trabajo, mucha dedicación) pero nunca dejaba de ir a verlos.
La abuela. ¡Eres una abuela moderna! le escribe en el wassap su hija mayor cuando le cuenta que se ha matriculado en un curso a distancia de alemán. Lo cierto es que ahora que ha cerrado la panadería tiene todo el tiempo del mundo para ella. Ya no le haría falta escaparse y cruzar corriendo la calle (¡tan sólo cinco minutos!) que le separa de la escuela. Claro que de aquello ha pasado mucho tiempo. Raúl, el más pequeño de los nietos, lleva más de dos años en Frankfurt trabajando. Por quedarle no le queda en el pueblo ningún nieto. Por no quedarle tampoco tiene ya ni la algarabía del patio a la hora del recreo. Frente a las persianas echadas de su tienda la escuela permanece silenciosa y quieta. Este año la han cerrado definitivamente. Ya no hay niños en el pueblo, dice el alcalde.
El banco. Desde su casa ve el pequeño banco, más vacío y blanco que nunca. Quizás en otoño lo abriguen las hojas del castaño.





Albada 351




NOCHE OSCURA
(8 de septiembre de 2013)

Lo que quería era tan sólo sentir cierto grado de acompañamiento, sin que le desbordase. Escribió la frase en su flamante cuaderno recién comprado, al principio de la segunda hoja (la primera la dejó en blanco). Subrayó con rotulador fosforescente: “cierto grado” y después de volver a leer la frase decidió que también señalaría “sin que le desbordase”. Le quedó casi toda la línea iluminada de amarillo chillón, un borrón brillante que hería la retina. Arrancó la hoja y dejó el cuaderno encima de la mesa. Cualquiera hubiera pensado que aquel bloc de bonitas tapas granates era nuevo. Él no. Él sabía que ya lo había “estrenado” y que además le faltaba una hoja: justamente la segunda.

Al lado del cuaderno estaba el ordenador encendido. La pantalla en blanco y la lamparita de la mesilla eran las únicas luces en toda la habitación. El cursor del Word centelleaba reclamándole atención. Esta vez, sin embargo, había preferido volver al papel y al bolígrafo como en los “viejos” tiempos; aunque ahora se había dado cuenta de lo útil que era aquella socorrida tecla del “supr” (¡al menos valía lo que una hoja de su cuaderno nuevo!).

Se tumbó en la cama con el portátil en las rodillas. Abrió el Facebook y curioseó un rato. Tenía dos mensajes, uno de su hermana, al que contestó con un “tdo ok hblmos lgo” y otro (que no contestó) de Enrique, el antiguo compañero de Secundaria que seguía empeñado en recuperar aquel pasado de pandilla y primeros cigarrillos a base de intercambiar fotos en blanco y negro y comentarios jocosos con el grupo (recién “reagrupado” gracias a “las nuevas tecnologías”); aunque nadie lo quisiera, en medio de aquellos chascarrillos y bromas que se mandaban, siempre se colaba un deje de melancolía, una chispa de nostalgia persistente y machacona que vestía irremediablemente de gris a todo aquel tiempo tan intangible como irrecuperable. Lo último que se traía Enrique entre manos era celebrar un “encuentro” de todos los amigos (algunos lamentablemente desaparecidos)

Cerró el ordenador y volvió a coger el cuaderno. “Sentir cierto grado de acompañamiento” escribió y rompió otra vez la hoja. Realmente no sabía lo que buscaba, aunque si creía saber lo que no deseaba. No quería volver a sufrir cuando a final de curso tuviera que marcharse a otra ciudad (¿cuántas llevaba? ¿ocho? ¿diez?) dejando una vez más su corazón enredado en unas manos delicadas de mujer; no quería que le dolieran las risas abiertas y los francos abrazos de leales compañeros. En definitiva no quería la promesa de nuevos amores ni tampoco estrenar amigos del alma. Se sentía muy mayor y demasiado cansado. Le daba una enorme pereza pensar en el comienzo de curso, en volver a sonreír a caras desconocidas, hacerse el simpático, intentar caer bien. Definitivamente aquella noche estaba para el arrastre. Se dijo que tal vez fuera por la hora. Miró el despertador sobre la mesilla: las dos y media. Apenas le quedaban cinco horas de sueño; si apagaba la luz ahora, con suerte, aún dormiría lo suficiente; al fin y al cabo no tenía que madrugar tanto como otras veces, su piso estaba muy cerca de la Universidad y podía ir andando, sin problemas de atascos ni de subir y bajar escaleras de estaciones de Metro. Sus nuevos alumnos tampoco tendrían mucha prisa por perderse el primer día de clase. Todo iría bien, como siempre todo “seguiría” bien.

Y sí, “siguió” bien. Quizás sólo fuera sueño por la tardía hora o simplemente aburrimiento. La noche oscura por fortuna siempre tiene un punto en el que amanece y decide despedirse.

Aún sin “subidas al Monte Carmelo” o despertares “iluminados” cuando al día siguiente recogió sus cosas se sintió mucho mejor. Decidió dejar olvidado el cuaderno de tapas granates sobre la mesa (puede que otra noche…). Antes de guardar el ordenador en la cartera lo encendió y escribió un mensaje: “OK, Enrique, estaré allí”.

-Definitivamente las cosas se ven mejor con la luz del día, volvió a pensar mientras se echaba una última mirada en el espejo del pasillo. Cerró la puerta del piso y comenzó a bajar las escaleras silbando.












Albada 350



CONCIERTO
(1 de septiembre de 2013)

  A las ocho de la mañana el pueblo duerme todavía. O al menos lo parece. Subiendo al palacio sólo se cruza con una pareja de turistas alemanes que le preguntan, en un español más que aceptable, a qué hora se abre el museo y dónde podrían tomar un café. Todo está cerrado, incluso el horno de la panadería de Lucía tiene las persianas echadas.
 A medida que deja atrás las empinadas cuestas y llega a lo alto, oye de nuevo (como perdida) alguna nota, algún arpegio sofocado y, más fuerte, los gorjeos alegres de las golondrinas. El verano termina y están inquietas por comenzar el largo viaje. Ella también está nerviosa: hoy es su último día y pretende volar, al fin, muy lejos. 
Antes de girar la llave se vuelve para contemplar el pueblo que a esas horas siempre le recuerda a un perro dormido enroscado a los pies del imponente edificio del XVI que lo corona.  
“Según el cálculo efectuado por Josef Heinz Eibl, de los treinta y cinco años, diez meses y nueve días (=13.097 días) de su vida, Mozart pasó diez años, dos meses y ocho días (=3.720 días) viajando” 
La frase, escrita en la pared en letras grandes de hermosa caligrafía, es lo primero que se ve al entrar en el edificio. Está pintada justo encima del mostrador donde ella informa y vende las entradas a la exposición (no podría nunca llamarse museo aunque así lo anunciaban los folletos de la localidad). Cuando Aurora se sienta, sobre su cabeza también se puede ver una magnífica reproducción de un retrato de Wolfgang Amadeus Mozart, el de Barbara Krafft de 1819 del que se dice que es una de las representaciones más fiables. 
Vestido con una elegante casaca roja con rebordes plateados y pañuelo inglés de puntillas al cuello, la mirada del alegre genio se dirige directamente a cada uno de los visitantes que cruza la puerta. Sobre la pálida tez del delgado rostro, los ojos de un azul intenso se apoderan del que entra. Esa mirada vibrante no se separará de él durante toda la visita (hay muchos más cuadros del compositor en cada una de las estancia) y cuando horas después el visitante se toma un vermut con aceituna en la plaza del pueblo, parece que el bueno de Mozart ha bajado tras el turista las empedradas cuestas y todavía siguen en alegre compañía. Tal es su intensidad. 
Aurora no sólo vende entradas e informa, también se ocupa de mantener aquello limpio; es señora de la limpieza, recepcionista y guía del museo a la vez. Es también restauradora, investigadora y guardia de seguridad. Allí es todo ella; en realidad, allí sólo trabaja ella. 
En aquel alcor perdido entre páramos y campos agostados, en aquel edificio de estilo plateresco dedicado al músico austriaco la realidad es tan sorprendente (¿o mejor llamarla absurda?) que aún después de los treinta años que lleva entre sus paredes llenas de las miradas claras del músico y vitrinas con sus “certificados” objetos personales (un peine, un gabán pardo a la última moda francesa, una casaca de paño azul con piel, una camisa de dormir y cinco pares de medias, papel pautado, una pluma, una bola de billar…), cada mañana, antes de entrar, tiene que volverse a mirar al pueblo para no perder poco a poco la cordura. 
La cordura y sobre todo la ilusión. La ilusión que le llevó a encerrarse en el viejo palacio recién licenciada, cuando creyó al viejo conde loco de su pueblo, último descendiente de un apellido tan orgulloso como ilustre; arruinado y desahuciado, un borracho que en su delirio le confesó la existencia cierta de cartas y partituras escondidas. Cartas de antepasados que hablaban de la visita de incógnito del honorable Mozart a España, de cómo cayó enfermo y de que en aquel palacio encontró el cobijo y el cuidado de sus “ilustrados” parientes. Que hallaría pruebas en la correspondencia privada de los antiguos propietarios del palacio, le dijo; que allí, olvidadas por “el genio” convaleciente y la desidia de los herederos, se escondían las partituras originales de dos sinfonías y una opera entre los miles de legajos amontonados en los desvanes de la ruinosa mansión. 
Ese fue su secreto entonces y ahora. La razón de haber pasado allí horas y horas encerrada más de treinta años.
 -El museo está lleno de recuerdos de nuestro insigne compositor, explica Aurora con una sonrisa profesional a los turistas alemanes que acaban de entrar. Desde hace muchos años la familia dueña del palacete, amante de la música y admiradora incondicional de Mozart, ha venido reuniendo una extraordinaria colección de objetos sobre el compositor. Mientras su fortuna se lo permitió pujó en todas las subastas de Europa para conseguirlos y el resultado es la excelente muestra que hoy pueden ustedes admirar aquí. Aurora vuelve a sonreír y les indica que pasen a la siguiente habitación donde un pianoforte de madera de tilo, que otrora fuera propiedad del músico, preside la estancia… 
Al anochecer, cuando coloca la llave en el portón del palacete, le parece volver a oír las teclas del pianoforte. Los acordes se silencian un poco cuando cierra la puerta y desaparecen por fin al terminar de bajar la primera cuesta. Las golondrinas siguen bordando sus sonoros bucles azules sobre el pueblo y al llegar a su casa ya sólo las oye a ellas. 
Suspira aliviada, se tapa los oídos con las manos sudorosas… ¡mejor así!, ¡mejor no oír! ¡No soportaría que Mozart bromeara de nuevo otra vez con ella! ¡Ahora que se jubilaba y abandonaría por fin aquel trabajo absurdo, aquel pueblo ruinoso! 
Aurora cierra los ojos y prefiere soñar que viaja: sabe que cuando amanezca no podrá dejar atrás las notas de una maravillosa sinfonía que la encerrará definitivamente para siempre y de nuevo en aquel caserón encantado. 


Albada 349




HEROES                                                                              


Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil, también…” cantaba allá por los años treinta un impertérrito y mordaz Carlos Gardel en  Cambalache. El resto de la letra de aquel viejo  tango se sigue adaptando como un guante a   nuestros días, pareciera que la hubieran escrito hoy mismo para nosotros: Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador... ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos ni escalafón, los ignorantes nos han igualao. Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, Rey de Bastos, caradura o polizón…”
Afortunadamente, para vacunarnos del sarcasmo desesperanzado, saber de  vez en cuando de  la existencia  de  algunos seres extraordinarios nos reconcilia con la vida y nos hace mantener encendida la creencia de que  “no todo puede ser igual”. Precisamente esta misma semana, aunque  lamentablemente a raíz de su asesinato, hemos conocido la importante labor que realizaba el biólogo  español  Gonzalo Alonso Hernández.
Con gran valor y eficacia venía trabajando  en la defensa de uno de esos delicados y frágiles  territorios donde todos (aunque no sepamos ni siquiera situarlos en un mapa) nos estamos jugamos el futuro.  
El Parque de Cunhambebe por el que luchaba es el segundo más grande de Brasil. Se trata de una importantísima masa de bosque atlántico original, cada día más escaso y raquítico (va desapareciendo a  velocidad de vértigo) imprescindible para el equilibrio del planeta y especialmente valioso porque en él se “refugia”   multitud de fauna y vegetación en vías de extinción que no se encuentra en ningún otro lugar. El bosque atlántico está considerado  prioritario entre los intereses mundiales de conservación ya que su ecosistema  es uno de los más diversos y biológicamente ricos que existen.
La historia de esta  fabulosa región como  Parque de 38 mil hectáreas no es muy larga, ya que las autoridades brasileñas lo constituyeron como tal  hace tan sólo ocho años, pero la labor  en su creación y posterior implantación ha sido ingente. Hay que señalar especialmente como uno de su logros el que se consiguiera desarrollar  un modelo consensuado para la defensa del territorio que implicaba especialmente a los propios habitantes, en ultima instancia los más interesados en que “su tierra” no fuera esquilmada y tuvieran que asistir, como en muchos otros lugares del Amazonas, al empobrecimiento y destrucción de sus bosques, al robo y agotamiento de sus recursos hídricos  y en definitiva a su propio final como pueblo.
No debió  gustar mucho este plan a las mafias y explotadores  caciques de la zona: el biólogo español que colaboraba tan activamente en los programas gubernamentales de Brasil, especialmente en   la protección de los valiosísimos  abastecimientos de agua potable que  guarda el Parque (trece de las más importantes cuencas hidrográficas de Brasil como las Lajes Dam Cuenca se encuentran parcialmente en él)  se convirtió en el  “enemigo” a batir. Su defensa del agua y sus denuncias sobre la caza de animales en vías de extinción y  la quema  de  árboles le valieron múltiples amenazas que han terminado finalmente, como  hemos sabido esta semana, en  su asesinato (también se sustrajo su ordenador personal donde guardaba  datos e importante información de sus denuncias).
A Gonzalo Alonso Hernández le acribillaron a tiros en su casa  y después le arrojaron a una cascada de esas aguas que  tanto defendió, en un último acto de venganza y  advertencia para los que como él en un futuro quisieran seguir defendiendo el Parque.
Siglo veinte cambalache  problemático y febril  el que no llora no mama y el que no roba es un gil. Dale que va, dale nomas que alla en el horno  nos vamo a encontrar. No pienses mas, sentate a un lao  que a nadie importa si naciste honrao . Es lo mismo el que trabaja noche y día como un buey que el que vive de los otros que el que mata que el que cura  o esta fuera de la ley”… Así termina el tango y así podría terminar esta historia si no fuera porque el brillante trabajo  de héroes anónimos y valerosos como  Gonzalo servirán sin duda  de ejemplo para que otros pocos valientes como él continúen su camino.
 Un homenaje a todos ellos  desde aquí. 




Albada 348



EL REMO
(4 de agosto de 2013)

La mañana estaba fría cuando  saltó dentro de la barca. Sólo de un vistazo la cara azul del mar le confesó al pescador tantas cosas que a punto estuvo de dar media vuelta y volverse. Blanca y pequeña, como el diente de leche de un niño chico, su casa  aún se divisaba  junto a la orilla; pero no quiso escuchar: la llamada añil era tan fuerte, tan hermosa que sus brazos remaron más rápidos aquel día, y aquel día también, pese a las aguas inquietas, la pesca fue abundante y fácil.
La tormenta anunciada se desató al atardecer. Comenzó como siempre empiezan las más terribles de las tormentas en el mar: apenas unas gotas cayendo a  ritmo lento y esa tranquilidad mentirosa extendiéndose por toda la superficie del agua, extrañamente sin olas. Era  un desasosiego calmo, como si toda la vida  estuviera estancada  dentro de un inmenso recipiente en equilibrio, a punto de  rodar y romperse en mil pedazos.
Un poco antes de que media docena de delfines danzaran frenéticamente junto a la barca, el pescador ya había recogido  las redes y comenzado a  remar hacia la costa.
Entonces sucedió. No sintió horror ni  miedo, tan sólo un atronador torbellino que le arrancó violentamente  hacia el cielo. Después, la oscuridad y de nuevo aquel silencio húmedo y blando.
La arena le cegaba los ojos y la sal le escocia en la garganta. Cuando se sobrepuso al dolor,  se vio a si mismo varado sobre la playa. De su barca no quedaba  más que un remo que  aún sujetaba entre sus puños; de su casa frente a él, tan blanca y tan pequeña como la sonrisa de un niño, sólo se veían  ruinas. 
Furioso, se encaró al océano y alzó el remo amenazante: ¡Maldito mar, qué me has quitado todo lo que yo tenía! ¡Juro que nunca más volveré a verte! ¡Me marcharé lejos,  allá donde tú no estés, dónde nadie haya visto tu belleza traicionera! ¡Encontraré un lugar en que ni siquiera sepan para  que sirve este remo!
En la búsqueda de su nuevo hogar, el pescador visitó  remotas aldeas y  en todas ellos preguntaba mientas enseñaba su viejo remo: ¿Sabes para que sirve esto? ¿Sabes, acaso, como se llama? Nunca obtuvo un no por respuesta, sólo el asombro de todos los desconocidos que encontraba. ¡Pero si tú  eres pescador! ¿Por qué  nos  preguntas eso?, le decían extrañados. ¿Cómo, si tu vida es el mar, pretendes olvidarte  de ella? , le contestó un día un anciano. ¿Acaso quieres perderte a ti mismo? ¡Piensa que por mucho que te alejes siempre llevarás en ti lo que tú eres!, le aseveró seriamente.  
Pero el pescador era pertinaz. Decidido,  seguía recorriendo centenares de caminos, hablando con  nuevos hombres y mujeres, aunque nunca  conseguía perder el rastro del mar  ni de su oficio.
Después de años  de indagaciones y andaduras llegó a los pies de una gran montaña. Nadie vive  arriba, le dijeron  en el valle. El pescador  cansado de no encontrar  quien no supiera para lo que servía su remo decidió irse a vivir allí, solo, alejado de todo y, sobre todo,  del ingrato mar.
La montaña,   alta y poderosa, le fue acogiendo en sus entrañas a medida que avanzaba hacia la cumbre. Dejo atrás robles, hayedos, pinos… avanzó entre los olorosos matorrales de las  frías praderas. Luego pisó la nieve y oyó el grito de las águilas.  Su corazón, palpitaba al compás del esfuerzo.
Tras el último repecho, cuando por fin se irguió para respirar junto al borde de la cima,  el pescador se quedo petrificado. Frente a él y mucho  más allá de lo que la vista le alcanzaba ¡todo el horizonte era mar!, ¡su dulce y azulado mar!

  


Albada 347



EL NADADOR
(28 de julio de 2013)


La playa está todavía vacía. Los de la limpieza hace poco que se han marchado con sus cilindros motorizados tan estrambóticos como naves explorando atmósferas lejanas. Las sombras perpendiculares de las papeleras (azules y brillantes recuerdan el lapislázuli en las pestañas de las diosas africanas) dividen matemáticamente la arena en porciones hasta donde se pierde la vista.

El agua acaricia los tobillos y luego hace lo mismo con los hombros tostados por el sol de julio. Al fondo no veo fin y mis brazos fuertes de nadador, curtidos por tantas y tantas horas de ejercicio, comienzan sin pausa a trazar dibujos sobre este mar esplendido que late sólo para mí. Siento su pulso sutil y blanco con cada fleco de espuma que va envolviendo mi cuerpo a medida que me adentro en él.

Soy feliz.

En este instante soy feliz. Nada me sobra y, sobre todo, no me falta nada. Descubro a cada brazada el milimétrico e inacabable placer de la belleza. Absorbo la belleza y me derrama ella en su infinito. Soy un fragmento, una partícula. Soy armonía en estado puro, en la que me deshago y dejo de ser yo para serlo todo al fin y por completo. Mi cuerpo se mueve al compás de la más perfecta de las máquinas, la eternidad se hace materia en las olas que marcan el tono. El ritmo atronador del silencio recorre mi cuerpo. Vibra cada una de mis articulaciones, cada tendón se yergue y se destensa en el cadencioso ir y venir del oleaje.

Nado y lo hago en dirección al final, que se que no es más que un espejismo: el horizonte es un labio salado que se pliega sobre su mismo borde para comenzar de nuevo una y otra vez su canto. El paraíso no tiene lugar ni tiempo porque es tan leve y veloz que se escurre de cualquier palabra que quiera nombrarlo. Sólo se posa y se adueña por completo del espíritu que sabe despojarse de recuerdos. Yo ya he perdido casi por completo la memoria. No se cual es mi nombre y apenas recuerdo cual era el de ella.

Ahora me pesa profundamente tanta dicha, me tira y llama al fondo. Siento los músculos apagarse lentamente, agotados por el esfuerzo, saturados de tanta dicha. Decenas de burbujas me hacen cosquillas en la nariz. Una espiral fluorescente cabalga sobre la columna vertebral mientras avanza más y más hacia mí el abismal escondido de mi origen.

Súbitamente dejo de entregarme y emerjo con la premura del relámpago sobre el líquido acariciador. La boca se entreabre ansiosa al cielo para saciarse de nubes.

Nado. Vuelvo a nadar con fuerza; esta vez hacia la línea que dibuja la arena. Cada vez más y más cerca, la playa me parece una piel dorada moteada de pequeñas figuritas tumbadas al sol.



















Albada 346




EL PRECIO DE LA AMABILIDAD
(21 de julio de 2013)

Blas Martínez deja la azada en el suelo, se seca el sudor de la frente y mira hacia el cielo. El sol de media mañana, todavía suave, le da directamente en los ojos. No hay nubes, ni señales de que otra tormenta de verano henchida de granizo vaya a vaciarse sobre sus lechugas, espinacas y tomateras. Sonríe. Todo parece marchar muy bien, al menos placidamente, como su vida. Oye que le llama Rosa; le hace señales con la mano desde la puerta de atrás, la que da directamente a su terreno, antes yermo, ahora convertido en un vergel (al menos eso era lo que le decía su mujer que no paraba de cocinar verdura).
No es la hora de comer, quizás le esté avisando de una visita o de una llamada de teléfono, piensa. Reciben a poca gente: no hace mucho que se ha jubilado y los conocidos todavía no se han enterado de que ahora están viviendo en el pueblo.
El vecino de al lado, Juan Izquierdo, habita una nueva y gran casa de piedra. Es mucho más joven que el señor Martínez; tanto que no se le hace cuesta arriba coger todos los días el coche y enfilar la carretera hacia su trabajo en la ciudad.
Su mujer ya le ha ofrecido un vaso cuando Blas le estrecha la mano. No daré muchos rodeos. Te lo pediré muy francamente, y si puede ser, pues, ¡estupendo!, le dice después de dar un sorbo a la cerveza; y aquel “francamente” del vecino, más que dar confianza, asusta un poco al jubilado.
Necesitaba una parte de aquel trozo inútil del terreno de su casa (lo llamó “inútil” no huerto) para que jugaran sus hijos. Y era cierto, se dijo Blas: aquel vecino suyo había mandado construirse una casa tan grande que apenas les quedaba espacio para la piscina hinchable de los niños o para que la familia pudiera sentarse al atardecer bajo el porche de aquella absurda entrada coronada por un arco isabelino.
Les prestarían, sí, parte de su huerto para que los chicos pudieran disfrutar y jugar al aire libre. Él renunciaría a unos cuantos caballones para que pudieran instalar el columpio allí. No importaba, precisamente ya estaba a punto de recoger las judías… simplemente dejaría de plantar en esos surcos aquella temporada. No cuesta nada ser amable, le dijo, ya a solas, a su mujer.
Costar, lo que se dice costar, estarás de acuerdo conmigo, Blas, que a nosotros nos ha costado bastante, le dijo mucho tiempo después Rosa. Sobre todo si te encuentras con caraduras como el “franco” señor Izquierdo, prosiguió mientras cogía el capazo de la compra. Me voy al mercado, a ver si compro algo de verdura para cenar, le gritó ya desde la puerta.
Cuando Blas Martínez se queda solo, descorre el visillo de la ventana y suspira: nadie hubiera dicho que en aquel gran trozo encementado, en otro tiempo, había existido un cuidado y hermoso huerto, su huerto. Las motos de los hijos del vecino, la barbacoa donde los domingos celebra su picnic el vecino y también los amigos del vecino, la mini-cancha de baloncesto y de tenis, ocupan ahora todo, se dice, mientras levanta la mano y saluda a través de los cristales. Fuera, Juan Izquierdo, le contesta el saludo rápidamente y por supuesto con mucha “franqueza”, mientras se sube al coche aparcado donde antiguamente se criaban filas y filas de verdes lechugas.
En silencio, Blas le da la razón a su mujer: el precio de la amabilidad con algunos individuos puede llegar a ser muy alto










Albada 345



CUENTODE VERANO
 (14 de junio de 2013)
He encontrado el cuadro en el armario del fondo, detrás de un montón de  revistas viejas. Después de mirarlo durante casi toda la tarde, antes de quedarme a oscuras, cuando los rayos del sol  dejan de bajar oblicuos desde el pequeño y  alto  ventanuco, lo he vuelto a envolver  cuidadosamente y lo he dejado en el mismo sitio: en el armario del fondo, oculto tras un montón de revistas viejas. Sé que me espera, que me esperaba siempre.
Llevo varios días subiendo al  granero; se supone que a limpiarlo de tanta  acumulación de antiguallas, aunque más bien lo que he hecho es enredar  hora tras hora sin decidirme a tirar nada. ¿Cómo sacar de allí cualquier cosa? Toda aquella amalgama de objetos inverosímiles, acumulados durante tanto tiempo uno junto al otro,  forman una suerte de paisaje que parece tener vida propia. Me es muy difícil decidirme a romper la armonía y el acuerdo que  transmite  su rotunda existencia; tan  material, tan contundente que casi duele.
Los objetos, la simple presencia de tantas reliquias amontonadas en un orden que se me escapaba,  se  apoderaron  de mi voluntad al poco de llevar varios minutos allí. Estaba convencido de que eliminar de ese escenario mágico uno sólo de sus inanimados habitantes  sería  como cercenar el recuerdo, romper la memoria.
 Un recuerdo y una memoria que no era la mía pero que ahora sí lo es por voluntad de un extraño. El casi desconocido tío-abuelo que me legó la casa y por supuesto aquel  granero repleto de bártulos, no me preguntó si con ellos también quería  hacerme cargo de  todos sus instantes, acumulados  y aguardando (nunca sabré bien a qué o a quién)  bajo dedos de polvo en un altillo atiborrado. Tal vez supo que  nada más entrar allí me turbaría deshacer semejante hechizo  Quizás tuvo claro, aun habiéndome visto  sólo una vez, que sería el único de sus sobrinos-nietos que me  detendría ante sus cosas, que al menos aunque no la entendiera, respetaría aquella exhibición a retazos de una vida (una llamada a una empresa de limpieza me habría  librado al segundo de tantas vacilaciones)
-Todo que hay allí, absolutamente todo, contenido y continente, te lo ha legado a ti, dijo el notario; y mis  primos  disimularon la risa porque ninguno hubiera querido aquella vieja casona de pueblo; mejor las  tierras y los pisos en la capital que les correspondieron a ellos.
Ya se que a estas alturas del relato, cuando quedan pocas líneas para terminar de leer la albada, se estarán preguntando por el cuadro. Que quizás, como habrán sentido un poquito (muy poco, ya lo se) de simpatía hacia este pobre que les habla, estarán esperando que  les diga que era un Goya o un Picasso o incluso, ya que mi tío-abuelo era de gusto un tanto excéntrico, un valiosísimo autorretrato de Arcimboldo repleto de berenjenas y pepinos. Leer que al final, efectivamente, me volví rico y que vivo feliz con una hermosa mujer en esta casona que ahora he convertido en  fastuoso castillo, mientras mis primos se las ven con tierras  que ya no valen nada y  pisos repletos de inquilinos de renta antigua.
Pero no, no les contaré como termina la historia. Al fin y al cabo sólo es un cuento y un cuento tiene miles de finales. Imaginen, si quieren,  ustedes uno: ¡la siesta de un domingo de verano da para tanto!