Albada 322

MARÍA
(23 de diciembre de 2012)
María se ha empeñado en acompañarme hasta la estación y esperar conmigo la llegada de mi tren. De nada sirve que le diga que no hace falta, que además se le va a hacer tarde para comer. Va cargada con una pesada bolsa. María es una gran aficionada a los libros de autoayuda y esta mañana se ha pasado un buen rato en la biblioteca.
–Pero no te equivoques –dice con la cara ligeramente sonrosada por la vergüenza– no es para mí ¿eh?, a mí no me gusta que me ayuden, no lo necesito, a mí lo que me gusta de verdad es ayudar a la gente; y no sabes lo útiles que pueden llegar a ser estos libros, lo que se aprende y cuantos problemas hay en esta vida… ¡si cuando leo todos esos casos que cuentan casi me pongo a temblar!
Por no saber vivir su vida vive mi amiga todas las vidas que se le cruzan y se le antojan; aun cuando vayan en dirección contraria a la suya sabe hacerse bien la encontradiza y agarrar la que le parece más oportuna, la más interesante para vivirla.
Yo viajo mucho sola. O al menos lo intento, viajar sola quiero decir; me entusiasma ese silencio apenas roto por el ruido monótono y repetitivo del tren mientras puedo tranquilamente observar por la ventanilla; me gusta ver pasar la vida fuera de los cristales y verme a mi quieta por dentro, detenido todo instante de existencia mientras que el otro todo sigue pasando, sucediendo, ahí fuera. Algo así debe ser la muerte, pienso entonces, nada trágico, nada doloroso, un simple detenerse mientras el resto continua.
Si le comentara estos pensamientos míos a María seguro que sacaría de su bolsa dos o tres volúmenes y no dudaría en leerme varios capítulos enteros, y entonces yo le diría que no me gusta que me ayuden, que no lo necesito, que lo que a mí me gusta es vivir en los demás. Pero por ahora no digo nada, estoy demasiado cansada, la bolsa de libros de autoayuda me empieza a pesar demasiado. Afortunadamente el tren acaba de llegar y puedo dejarla en el portaequipajes encima de mi asiento. Cuando el tren se aleja miro por última vez hacia el andén de la estación vacía.
–Hola, me llamo María– y sonrío a mi vecina de enfrente, una mujer de mediana edad que no deja de mandar frenéticamente (¡qué interesante!) uno tras otro mensajes con su móvil.



Albada 321





VISITA
(16 de diciembre de 2012)


He recuperado la cita rápidamente en Internet. Recuerdo que hace mucho tiempo la apunté a mano en alguna hoja ya perdida: “cuando los gatos sueñan adoptan actitudes augustas de esfinges reclinadas contra la soledad, y parecen dormidos con un sueño sin fin; mágicas chispas brotan de sus ancas mullidas y partículas de oro como una fina arena vagamente constelan sus místicas pupilas."

A Baudelaire le debían gustar los gatos, claro. A Baudelaire seguro que también le gustaría el gato que lleva todo el día ronroneando en mi jardín. Me he dado cuenta que estaba allí esta mañana temprano, después del enorme revuelo que han organizado mi perro (las patas todavía adormecidas tras la plácida noche en casa) y él, el gato intruso, persiguiéndose, formando tal remolino de hojas que entre tanto fragor apenas se distinguía quién perseguía a quién.

Lo veo desde la ventana; sabe que lo estoy observando pero parece no importarle. Creo que es muy joven. Lleva todo el día ahí abajo, solo, jugueteando con las ramas de los árboles y la pelota perdida de Urko, mi perro, con el que al final ha terminado por firmar una respetuosa y pacífica indiferencia. Me pregunto si habrá pasado la noche allí (¡esos cinco bajo cero blanqueando la naricilla rosa!) y si piensa hacer lo mismo esta nueva noche. Qué quiere, qué espera. No entiendo de costumbres de gatos, pero los sé mucho menos desamparados que los perros allí afuera, en la ciudad; quizás por eso, por ser menos vulnerables, más autosuficientes, por ser más libres, un perro nos conmueve y a un gato se le admira. Nunca he tenido gato, o mejor dicho: nunca un gato me ha adoptado a mí.

Gatos vagabundos y equilibristas de los tejados anaranjados, gatos misteriosos y cavilosos, gatos cazaratones y con botas andarinas, gatos sagrados con ojos de lapislázuli…

Se nos echa a todos la noche encima: a esta bibliotecaria, a sus poetas y a su perro junto a la chimenea; al gato, pertinaz y visitante, en el jardín oscuro.

La calle tiene ya las paredes frías, los cristales de los coches pronto se cubrirán de hielo y el domingo comenzará a dar las últimas bocanadas. Apetece la noche, quedarse en casa y seguir leyendo. Gatos poderosos de Poe y de Lovecraft, invisibles y sonrientes gatos de Cheshire burlándose de Alicia, gatos anarquistas de Borges, gatos parisinos de Cortazar; gatos rebeldes, incorrectos, perezosos y bellísimos… y también, claro, este gato intruso en mi jardín y su maullido que suena como la voz de un niño pequeño.

Y al final me decido. Sé que la solución está en el estante de mis libros preferidos. Pasando veloz las hojas hallo la “fórmula infalible” de mi admirado profesor Parra. Dice así: “MANERA DE ATRAER, QUE NO ATRAPAR A UN GATO: coloque en el equipo hi-fi la Sinfonía del Nuevo Mundo restando los agudos; el fuego bien vivo en la chimenea y la alfombra delante y libre de artefactos. Dispóngase usted en un ángulo discreto; puede fumar. Y deje la ventana abierta. El platito de leche no funciona”

Cambio el tocadiscos por el reproductor de audio de mi ordenador; cambio la Sinfonía del Nuevo Mundo por el Adagio del Concierto para piano, nº 5. Op. 73, (¿de verdad qué se me ha ocurrido a mí que aquel gato preferiría escuchar El Emperador o ha sido su telepatía?). El resto de la fórmula la sigo al pie de la letra: la ventana abierta, la chimenea encendida, la mullida alfombra… y, por supuesto, la discreta y sosegada espera hacia aquel que ha tenido a bien venir (¡por fin!) a visitarme.




Albada 320



ENCUENTRO
(9 de diciembre de 2012)


Estaba inquieto y sin pensarlo dos veces decidió bajar del vagón una estación antes que la suya. Subió las escaleras mecánicas del metro a pie; cuanto más se empeñaba la cinta metálica en retrasar cada uno de sus pasos más deprisa escalaba él los falsos peldaños que jugaban a esconderse. Demasiada gente y poco oxígeno aquí dentro, pensó levantando la vista hacia la salida. Al alcanzar por fin la calle agradeció la bocanada de aire frío aunque a los pocos segundos tuvo que subirse el cuello de la cazadora y meter las manos en los bolsillos. En ese instante, sólo en ese instante (así se lo reconocería a ella después) se arrepintió de aquel arrebato por salir del metro antes de tiempo y se puso de mal humor. La noche era muy fría y todavía le quedaban por andar varias calles y cruzar entero el parque hasta llegar a su casa. No era habitual en él tomar nada de vuelta del trabajo, solía estar tan cansado y aburrido que sólo le apetecía cenar y arrellanarse cuanto antes en el sofá para dormitar delante de televisor; pero hacia tanto frío que la luz de aquel bar fue el único remedio que se le ocurrió para dejar de tiritar. Y al entrar, nada más entrar, la vio... y su imagen fue mucho más que el viento gélido: lo hizo paralizarse por completo. La reconoció al instante a pesar de que habían pasado tantos años sin verse. Tuvo incluso la disparatada sensación de que todo aquel tiempo no había existido más que en la pesadilla de una noche. Por un momento se le pasó por la cabeza que hacia rato que ella lo estaba esperando, que había sido ayer mismo su última cita y que de nuevo él llegaba tarde. Fue directo hacia la mesa donde estaba sentada pero ella –siempre había sido la más decidida de los dos- ya se había levantado y le sonreía.

Y se contaron su vida, la vida que de verdad les importaba. Se dijeron todo lo que no habían hecho juntos pero que durante todos estos años alejados habían deseado hacer cogidos de la mano: las ciudades que habrían visitado, cómo hubieran sido los muebles y el color elegido para pintar su habitación, dónde quedarían antes de volver a casa para tomar un aperitivo y reírse de la última ocurrencia de los jefes, como serían los desayunos de sus fines de semana, las duchas con risas, los nombres de los hijos que habrían amado juntos... Se contaron todo, toda la vida que le habría pertenecido tener, la vida que les importaba.

No fueron dos estaciones ni tres: el sueño le duró casi hasta el final del trayecto. Le despertó la voz impersonal de los altavoces anunciándolo. En el vagón sólo quedaban un par de personas más que ya estaban delante de la puerta de cristal preparados para salir. Se levantó entumecido y se dejó arrastrar por las escaleras mecánicas hasta la noche helada de la calle.