Albada 302


TANGO DE VAQUILLAS
(29 de julio de 2012)

El coche está aparcado delante de la puerta, las maletas dentro. Ya se ha despedido de la familia, de dos vecinas y hasta de Agustín el tendero de la charcutería de la esquina.

Antes de salir hacia la carretera que la llevará a Barcelona, mecánicamente, sin proponérselo siquiera, vuelve a dar una última vuelta muy despacio a toda la ciudad.

¿Y si, esta vez, la suerte hiciera que lo viera pasar por cualquier calle en el último momento?

Lo ve cada Vaquilla, sólo cada Vaquilla. Cada comienzo de sus vacaciones de verano, cuando vuelve a enfilar el coche hacia el sur, hacia la ciudad pequeña que la vio nacer y escuchó sus risas de adolescente subiendo La Escalinata (¡esas vueltas a casa desde el Instituto que se estiraban y estiraban!), piensa desvaídamente en él; nunca, entonces, lo hace con demasiada intensidad, más bien es como un recuerdo deshilachado que incluso le parece algo ridículo y sobre todo cansino… ¡es perezoso mantener vivo y con colores sólo lo imaginado! El invierno y la distancia abrigan poco las ilusiones.

Pero ya dentro de la fiesta, el calor y la luz de ésta lo transforman todo. Cuando lo vuelve a ver, en la misma plaza, en la misma Peña, con la misma indumentaria, en ese instante tan idéntico a los otros instantes, le vuelve a latir con fuerza, de nuevo, el sentimiento y entonces se dice (¿es eso un suspiro?) que aún debe seguir enamorada.

Durante tres días vivirá en la calle muchas horas a su lado, cada uno a lo suyo, ese suyo que es lo mismo para todos: la fiesta y la risa; la amistad y el reencuentro; el pintar de colores el cotidiano gris o el olvido momentáneo de lo fatal e inevitable. Escape de ella, escape de él, escape por tres días de la realidad de todos. El ruido de ese camino de huída le suena a música y pasos arrastrados al compás del baile (¿qué tendrá que ver aquel viejo tango con la fanfarria de las fiestas?).

Es como si el tiempo se hubiera reanudado justo en la noche de aquel otro final de lunes de Vaquillas, es como si todo lo demás del año (el invierno, incluso la primavera junto a Las Ramblas) no hubiera existido y continuara la misma historia tras el siguiente amanecer.

Es la ilusión de estar de nuevo junto a él. Oírlo, verlo, y a veces, cuando en el tumulto, las charangas se cruzan pasando por las calles más estrechas de la ciudad, en esas ocasiones, hasta incluso rozarse atropelladamente. Ella le mira de reojo, a veces una mirada de frente cuando está lejos, y seguir así… ambos (¿aparentemente?) seguir con su grupo, con sus amigos, con sus parejas, con sus vidas.

Recordarlo ahora, cuando está abandonando Teruel es como echar una ojeada a las páginas de un libro nunca escrito, es leer sobre la historia que pudo ser o la que sólo ha sido en su imaginación. ¡No te montes películas! se dice a si misma cada comienzo de Vaquillas… pero ahí sigue, dirigiendo escenas imposibles, escribiendo finales de guión hasta con perdices.

De nuevo terminan otras vacaciones sin saber su nombre, de nuevo no volver a encontrarlo en ningún rincón de la pequeña ciudad después de las fiestas… y otra vez marcharse enamorada e ilusionada como el año anterior. Sólo le consuela la esperanza de que el tiempo sea el remedio. Tiempo para olvidarle un poco, tiempo que pase pronto para volver a verlo, otro año más, otra Vaquilla más...

Queda ya muy atrás el Torico, más desnudo sin su pañuelo rojo, más solitario que nunca de turolenses (ese abandono de agosto en busca del mar, de la frescura de la casa del pueblo). Mientras allá, en lo alto, afrontará valiente el objetivo extraño de cientos de cámaras de fotos de los turistas, ella se va también. En el cd del coche suena el mismo tango que dejó a medio escuchar cuando julio aún empezaba… esencia de mujer… Y las notas del violín se van perdiendo por la ventanilla en el perfil de un Teruel, largo y dúctil como la espina dorsal de una muchacha.






Albada 301



Office at night, Edward Hopper
DIABLOS
(22 de Julio de 2012)

Ya está ahí fuera, le reconoce aunque ya no le ve la cara. ¡Mejor, no le ha gustado nada lo que ha visto! Aquel pobre diablo acaba de abandonar el despacho con una expresión en el rostro muy distinta de la que tenía cuando entró. Por el tiempo que ha tardado en aparecer en la calle, adivina cuánto le ha costado bajar cada escalón, cada peldaño, desde el segundo piso (no ha oído que cogiera el viejo ascensor). Parece que le está viendo secarse el sudor de la frente (durante la entrevista ha conseguido estar sereno hasta el final) con un pañuelo blanquísimo, con tres iniciales bordadas tras tres puntos y exquisitamente planchado, parándose, apenas un par de segundos, antes de abrir con cierta dificultad la gran puerta de rejería modernista que da acceso a la entrada principal de la finca; lo hace (lo hará, sin ninguna duda, piensa) con un pequeño esfuerzo, porque no tiene una complexión vigorosa, más bien es delgado, tirando a alfeñique, a flojo, a poca cosa, así se lo describió su secretaria tras atenderle por primera vez, cuando acudió a la oficina para pedir cita; no llamó por teléfono antes, sino que fue él mismo allí, preguntando de manera directa, sin titubear, escudriñándolo todo, exigiendo resultados de antemano. Dato a considerar, apuntaría ese día entre sus notas del caso: persona de naturaleza desconfiada, controladora, que incluso en un asunto como éste, tan delicado, tan íntimo, necesita asegurarse al cien por cien de los resultados, como si se tratara de uno más de sus múltiples y pingües negocios. Este hombre, incapaz de delicadezas o de la más mínima perspicacia se sentó en su despacho con la misma segura prepotencia con que lo haría frente a su propio contable. Poco dotado para leer “las sutilezas del alma”, siguió escribiendo en sus notas él, cerrado y terco como un bruto, lo describió su secretaria después de que le tocara soportar un interrogatorio minucioso e insistente sobre en qué consistirían los informes y si aumentando la cuantía de los honorarios tendría la documentación en menos de veinticuatro horas... ¡rapidez y eficiencia, ese es mi lema!, les dijo con una sonrisa torva que pretendía ser simpática.
Se enciende de nuevo el puro. Lo cierto es que está casi sin empezar; cuando su eficiente secretaria le avisó que el cliente M. A. Z. subía por el ascensor le dio tiempo a apagarlo y dejarlo en el cenicero del cuarto de al lado (la socorrida habitación que le servía lo mismo para echar una cabezada a media mañana o como almacén de los centenares de carpetas de expedientes). Le dio tiempo, incluso, para abrir un poco el balcón y espantar el ligero humo. Aquel balcón. De siempre había tenido esa costumbre: retirar un poco la cortina y mirar el caminar del cliente que se acabara de marchar. Le decían mucho cómo eran sus movimientos, como se iba meciendo la silueta al tiempo que se alejaba, sus andares, resueltos o tímidos, la corpulencia o la fragilidad, la rectitud o curvatura de la espalda… ¡todos eran datos a considerar!
Le ve cruzar con pasos lentos la acera y pararse un poco dubitativo delante del cruce, son sólo dos segundos de indecisión porque al final no cambia de dirección y sigue recto por la avenida (él sabe que esa es la dirección que le conduce más rápidamente a casa); su paso cada vez se va haciendo más seguro, más rápido y firme, casi corre, se entremezcla con la gente, a veces hasta la roza, diríase, aún por la espalda, que se le nota alegre... sí, parece que el tipo está contento, relajado… pero a él no se le escapa esa ligera caricia al bolsillo interior de la chaqueta, una vez, dos veces.
Se gira veloz, brusco y casi grita el nombre de la secretaria. Pero no hace falta gritar, ella ya está junto a él, mirando, también discretamente, por el balcón, a la espera de sus órdenes. Llama inmediatamente a la esposa de Miguel Ángel Zenón, dile que tenía razón, que su marido la mataría si se enterase de que le engañaba, que sólo buscaba evidencias de lo que ya sospechaba. Avísale del peligro que corre, que se vaya, rápido, de su domicilio, que él ya lo sabe todo, que le acabamos de entregar las pruebas y va hacia su casa cargado de malas intenciones y una pistola en el bolsillo.
Sólo cuando la secretaria le confirma que el “recado” ha sido entendido por la cliente, llama a la comisaría más cercana. Ellos, allí, se encargarán del resto, sin preguntarle demasiado, piensa cuando cuelga ya totalmente tranquilo… son muchos años, son ya más que viejos conocidos.
El detective camina ahora por la acera de la avenida, se entremezcla con la gente, a veces le rozan. Es casi de noche y los escaparates han encendido sus luces de neón. Mientras vuelve a casa siente un escalofrío que le recorre la espalda, toda su columna parece habérsele paralizado de pronto como si una mirada en su nuca la hubiera recorrido entera. Deshecha la idea de inmediato y sonríe mientras su paso cada vez se va haciendo más rápido y firme, casi corre, incluso parece acariciar el bolsillo interior de su chaqueta, una vez, dos veces.

Albada 300



(Fotografía de Pepe Alcaide)

SIESTA DE ANEA
(15 de julio de 2012)

Bajo el porche, tumbado al lado de la puerta, casi a mis pies, veo bostezar al perro. Me he sacado la silla baja, la de anea; pesa poco pero es fuerte, aguanta el peso, hasta el de un viejo gordo como yo. Cuando te sientas en ella hace un ruido tenue, es como si fuera la silla la que se acomodase al cuerpo de uno y no al revés. Las descoloridas tiras de espadaña, tejidas con sabiduría antigua, aún conservan en la memoria vegetal un poco de su lozanía de antaño, cuando en aquel feroz noviembre la tormenta se coló entre los juncales de la laguna y ellas respondieron altivas, resistiéndose a la genuflexión, tamborileando, azotando a la lluvia y al viento con su agitar sonoro; aquel pequeño crujido al sentarme parece el eco de sus batallas.

Ahora, a la silla de anea la llevan los nietos de aquí para allá, cómo si fuera un juguete. Este verano alguien le ha pintado las patas y el respaldo de azul-turquesa; es como una novia vieja demasiado engalanada para su primer amor, parece otra, está desconocida. Las niñas sientan sobre ella a sus muñecas mientras fingen darles de comer cucharadas colmadas de imaginaria sopa que nunca se derrama; los niños, la tumban, la visten con trapos viejos y la convierten en improvisada tienda de campaña o en trinchera. Pero lo habitual es que la silla pase en un rincón muchos meses vacía, sobre todo cuando termina agosto y la casa sólo la habitan el perro, mis recuerdos y yo.

Era la silla de mi madre, después fue durante un breve tiempo mía (¡bien chico era yo entonces!), de la mujer, de las hijas… y, en cualquier momento, siempre ha sido la silla de todo el que entró en la casa.

A mi madre la recuerdo (todavía muy guapa, con su pelo brillante y rubio) sentada en el sombreado patio. Al atardecer, recién regados la buganvilla, el jazmín y los geranios, todo allí eran risas y perfume fresco; sentadas a su lado, la abuela, las tías y alguna vecina de visita, todas con la labor en el regazo (los bolillos o las interminables y coloridas colchas a punto de cruz)

En los fríos inviernos, sin embargo, el patio estaba callado y vacío. Entonces sólo yo utilizaba la silla de anea: era la única que por su tamaño servía para trabajar en la mesita junto a la lumbre de la cocina. A la vuelta del colegio, mi madre me daba la merienda y no me dejaba levantarme de allí hasta que no terminaba las cuentas. A ratos odié, por carcelero cruel, aquel amoroso asiento.

Y luego llegó ella, mi mujer. También es invernal y laboriosa su imagen en mi corazón, pero me duele aún tanto su figura, ausente y tan querida, que confundo las noches con los días a su lado: el ganchillo y el hilo entrelazado entre sus hábiles y largos dedos, el fuego de la chimenea reflejando el púrpura en su blanca piel... la sonrisa que a veces me elevaba desde su asiento en la silla diminuta… y la certeza, la certeza dolorosa de que entonces era el instante y el latido y de que todo lo querido estaba, aún, al alcance de mi mano.

Vinieron las hijas, se criaron al abrigo del cariño y partieron también. La ciudad quedaba lejos para un abuelo testarudo y cabezota; tampoco una vieja silla de anea encontraría sitio en un piso sin fuego en la chimenea.

A mi lado, junto a la puerta, veo de nuevo bostezar al perro. Se levanta y se mete dentro de la casa. A su paso tintinean las cuentas de colores de la cortina. Hace calor. El sol se ha atrevido a entrar hasta en esta umbría del porche. Mientras pienso, creo que podría haberme adelantado un caracol. Levanto la vista hacia el horizonte, hasta la falda de la montaña vecina. Apenas alcanzo a distinguir en la parcela del Matías las manchas blancas y negras; casi todas quietas, tumbadas, un par moviéndose lentamente. Seguro que allí debe hacer más fresco: la hierba húmeda, la brisa del roquedal de arriba bajando al valle… ¡un alivio para este sol castigador de la hora de la siesta! Pastar por la mañana, sestear toda la tarde ¡no estaría mal ser vaca!, me digo, y bostezo, bostezo ahora, al fin, yo también, contagiado por el tiempo y la nostalgia, mientras remuevo un poco mi cansado cuerpo sobre la silla de anea.

Albada 299

EL ÁRBOL
(8 de julio de 2012)

El árbol crecía despacio porque se asustaba de las nubes, sobre todo de esas blancas que tienen alma corredora y atraviesan el cielo a grandes zancadas, sin dejar apenas huella. También tenía miedo del sonido que hace el viento cuando, algunas noches, agita las copas de sus hermanos mayores y todas las hojas del bosque temblaban a la vez. Si la tormenta hacía estallar el rayo en el horizonte se agazapaba más, se retorcía acurrucándose en la tierra tierna y mullida por la lluvia.
Antes que alzarse y columpiar al aire, antes que husmear al sol e ir en busca de los hermosos cantos de los pájaros, que retener su peso ligero y agitado sobre las ramas, el árbol prefiere bajar a sus raíces y contemplar, iluminado por la luz verdosa que la sabia transporta, el trabajo ordenado de las hormigas…ver relucir, cimbreándose sobre la seda plateada, a la araña o acunar el silencioso despertar de la oruga a mariposa.
Asustado, se encoge cuando los pasos estremecen el suelo. Como un eco equivocado o mentiroso, las pisadas se oyen cada vez más poderosas y cercanas y es entonces cuando le cambia el color, se vuelve gris, opaco… se desfigura entero en una sombra como el humo y la agonía que anuncian la presencia del humano.
Aquel pequeño árbol tiene madera de cobarde. Lo sabe él y lo saben sus tres vecinos más cercanos, dos pinos jóvenes de un verde chillón cuajados de piñas aún cerradas, y la vieja encina azul, tronco rugoso, trenzado de cientos de venas arenosas, una por cada primavera que ha visto nacer. Lo saben también el musgo empapado y el topillo que esconde su descanso entre los guijarros de su base. Lo saben hasta las golondrinas que sortean al atardecer su silueta, haciéndole burla con sus suicidas filigranas de acróbata.
Al abrazar a un árbol, si es que sabes escuchar, dicen que él te cuenta sus secretos. Y este proyecto de árbol delicado y vulnerable, podría confesarte todo el temblor del mundo en su saludo. Como un Peter Pan inmóvil, que se rebela dejándose querer por el sol naranja que le estira y le estira para subirle a sus alturas; como un niño chico, mecido en el halda de la vida sin sueño ni deseo de reposo, el árbol te hablará del miedo tierno de su alma vegetal, tan parecido al nuestro, tan fiero y salvaje y a la vez tan desvalido su miedo, nuestro miedo…
Si es que lo sabes entender, si es que, por fin, has conseguido sacar el humo de la recamara de tu cabeza y logras percibir su palpitar entre tus brazos, te contará misteriosos amaneceres, te dirá secretos que sólo la luna y el bosque conocen …
Y cuando el árbol pequeño y miedoso se atreva un día a rasgar esas nubes vagabundas, tú te irás con la certeza de que esa gota en la camisa es mucho más que el zumo maduro de sus frutos.