Albada 290




TODO BIEN, GRACIAS

(29 de abril de 2012)

Con los primeros calores y con el agua de abril, al final, el menguado jardín de su unifamiliar ha empezado a tomar color (las hojas de los árboles), olor (los lileros en flor) y también sonido. El sonido es el mismo de todas las primaveras, ese ir y venir pequeñito de alas transparentes, el zumbido violeta y amarillo de los insectos recién nacidos al sol. Quizás, así todo parece que vaya bien, que va como siempre: no han fallado la presencia de la esperada lluvia, la llegada de las golondrinas y de los acróbatas vencejos, los niños alborotados quedando con la merienda en el parque vecino (que olvidados ya los fríos y los abrigos), incluso alguna canción escapándose por la ventanilla abierta de cualquier coche de adolescentes que pasara por su calle… Miguel se agarra a esas vivencias para seguir diciéndose que las cosas “funcionan”, que son y serán como siempre. Lo necesita, le urge sentir que no todo se está derrumbando, que todavía hay retazos de la vida que no fallan, evidencias en las que se puede confiar.

Como tiempo es lo que ahora le sobra, se ha quitado el reloj de la muñeca para no contar las horas. Al atardecer, antes de tumbarse en la hamaca, se entretiene en regar su ya larga colección de macetas: geranios, fucsias, caléndulas y pensamientos, casi todas ya en flor. En una de ellas, precisamente en la de las fucsias que todavía tiene los largos cálices por abrir, ha descubierto el brillo azul oscuro de una libélula. Posada, quieta, brillante como un palito de regaliz que el azar hubiera olvidado allí, los enormes globos que envuelven la mirada facetada se han girado hacia él.

El insecto ha cogido la costumbre de pasar los largos días junto a Miguel. Él, envuelto en la hamaca, parece una crisálida a rayas azules y blancas. Ninguno de los dos se mueve, sólo se miran. La libélula piensa en posarse en su hombro, tal vez probar a besarle. Miguel piensa si se estará volviendo loco.

Desde la casa vecina se oyen las noticias en la radio: cinco millones y medio de parados. Uno de mayo.





Albada 289

(La bella principessa, Bianca Sforza)


HORMIGUITA EN BLANCO Y AZUL

(22 de abril de 2012)

MARYBELL COIFFURE. Salón de peluquería”. El cartel es muy sencillo: un neón de fondo blanco y letras pintadas en azul, con una tijera y un peine cruzados en forma de aspa a la izquierda del texto y algo parecido a un secador a la derecha. Es pequeño, justo lo que ocupa la puerta sobre la que está colocado, pero se distingue bien en la anaranjada fachada de ladrillos. Marybell, sonríe; todavía no se acostumbra a ver su nombre en el anuncio. ¡Su propia peluquería y en su viejo barrio de toda la vida! Lo mira con disimulo todas las mañanas mientras se acerca por la acera de enfrente, cruza la calle, sube la persiana metálica… Vuelve a dirigir la mirada hacia arriba sin levantar apenas la cabeza y luego se queda pensativa un par de segundos antes de entrar. Se lo tuvo que decir más de dos veces a los de la tienda de rotulación, escribirles finalmente cómo quería que pusieran su nombre, con esa “y” griega en medio y las dos “eles” al final. Luego fue a ella a quien tuvieron que “explicarle” de nuevo el precio de los rótulos, porque que desde el principio elegía el modelo más caro del muestrario: el multicolor, el de las letras sueltas de diseño en vinilo translúcido. “—Perdone, pero ese letrero se aleja mucho del presupuesto que nos ha indicado, y más si quiere que también grabemos sus iniciales en las cristaleras...”.
El reloj que colocó presidiendo la pared frontal marca las siete y veinticinco; apenas media hora para abrir. Las clientas son tan madrugadoras como exigentes. La tratan con amabilidad pero no le excusan el más mínimo descuido. les debe parecer que el ser tan joven está reñido con hacer las cosas bien, ¡qué equivocación!”, piensa Marybell mientras despide, sonriendo, a su última clienta del día con un “—buenas tardes señora, hasta la próxima vez que usted quiera”.
A veces se le duermen los brazos. “—Eso, cariño, sólo pasa al principio, le dijo una peluquera en la última reunión del sindicato, luego lo que te dolerán de verdad serán las cervicales, procura hacer ejercicio y cuidarte o por la noche no podrás dormir de dolor. ¡Este oficio nuestro es matador para las varices y la espalda!”
Marybell hace caso a tan malos augurios y antes de que la contractura muscular se haga crónica se apunta a un gimnasio. Todas las tardes al salir de la peluquería lleva al hombro la bolsa de deportes con las mallas negras y la sudadera naranja.
“—¡Pareces de la selección holandesa!”, le dice aquel calvito simpático que hace abdominales sin aparente esfuerzo en el banco de musculación vecino.
“—Marybell, me llamo Marybell, con y griega y dos eles al final, le contesta ella cuando se despiden en la puerta del gimnasio. A pesar de su insistencia no ha querido acompañarle a la cafetería. “—Es tarde, mañana hay que madrugar de nuevo”, se excusa.
De regreso a casa tiene que pasar delante de su peluquería. El anuncio ilumina un trocito de la calle y ve su nombre de un blanco azulado reflejado en el pavimento. “¡Lástima de cabeza, si al menos hubiera tenido algo de pelo podría haberle dejado mi tarjeta…”, va pesando mientras el toc-toc de sus tacones se aleja sobre la acera.

Albada 288


DESPISTADO
(15 de abril de 2012)



Me confieso muy curioso y sobre todo perezoso, aunque parezca que en principio las dos cosas “no se llevan muy bien”. Me gusta remolonear en la cama (¡esos cinco minutos del “un poco más”!) hasta que me espabilo del todo, pero hoy me he despertado más confundido de lo que en mí suele ser habitual (¡soy de los que no son nadie hasta que no se han tomado un café, pero creo que esta mañana necesitaría más de tres tazas para sacarme de encima este aturdimiento!).


Mentiría si dijera que reconozco lo que veo enfrente: el pequeño escritorio, la estantería blanca repleta de libros, las flores del jarrón en la mesilla, el gran ventanal haciendo esquina. A través de las cortinas, blanquísimas también, entra claridad suficiente para poder distinguir la puerta de la habitación y otra, a la derecha, que supongo del baño. Una finísima tira de luz se filtra por debajo de esa puerta y me descubro de pronto oyendo el agua de la ducha a la vez que el precipitar de mi latido.
Me entra el pánico y me levanto de la cama casi de un salto para quedarme de inmediato quieto; mejor no hacer ruido e intentar pensar rápido… recordar… sí, mejor recordar deprisa, al menos antes de que cese de sonar la ducha y ese hilillo de luz se haga con toda la habitación y de paso conmigo dentro.



Empiezo a sentir algo parecido al abatimiento. Por más que lo intento no consigo saber en compañía de quién he pasado la noche ni cómo he amanecido aquí. Voy descalzo hasta mi ropa, colocada con esmero sobre uno de los sillones frente al escritorio. Discuto conmigo mismo si lo más conveniente para mi no sería vestirme y, al irme, hacer de este extraño despertar una simple anécdota que contar a los amigos. Pero no me decido: cautivo de mi imprudente curiosidad, aún estoy repasando los títulos de la estantería y aumentando el sobresalto al comprobar que están escritos en una lengua cuya procedencia no alcanzo a adivinar. Abro cajones, revuelvo papeles, lo que parecen cartas, recibos, notas, recuerdos, todo en aquel mismo lenguaje infernal. No entiendo nada.
Giro sobre mi mismo y al asomarme a la ventana me descubro habitante de un edificio de gran altura; a la gran avenida allá abajo y a la ciudad que se adivina al fondo, donde se hacen guiños los faros de cientos de coches y el amanecer, no las reconozco tampoco.



Ahora sí, ahora sí que me estoy vistiendo rápido, buscando acelerado los zapatos debajo de la cama, mi cartera segura en el bolsillo del pantalón, mi reloj sobre la mesilla… ¡La mesilla! Sobre ella están aquellas flores. Suspendida entre las hojas del ramo una tarjeta escrita con letra que reconozco al instante: para mi nueva vida, la única que me importará a partir de ahora, para…
Termino de leer las tres frases que le siguen —a cada cual más comprometida, más contundente, más decisiva— hasta el final de mi apasionada dedicatoria. Aquellas palabras, mis palabras, son al fin y al cabo lo único que he entendido de toda esta historia. Y me gusta lo que sugieren, me vuelve a poder ese querer saber.


Comprenderán entonces lo próximo que he decidido hacer: recogerme de nuevo en aquella desconocida cama y aguardar, esperar remoloneando, entregado a mi curiosa indolencia, a que cese el sonido de la ducha y se abra al fin la puerta aquella para saber como será, como es, mi nueva vida, la única que al parecer me importa.

Albada 287



DESQUITE


(8 de abril de 2012)

Cuando lo decidí ya me sentí mejor, como liberado de un gran peso. La noche anterior y la de antes y la anterior a la de antes, había estado dándole vueltas hasta concluir que ya estaba preparado, que el momento había llegado. No hacía falta demorarlo más. La excusa fue aquel premio, el detonante la llamada oficial, el sobre timbrado con la invitación.
Salí pronto de casa, y eso que me costó mover a toda la familia, especialmente a los chicos que nunca acaban de cerrar el ordenador.
El coche era nuevo y casi nuevo también el camino. Eran más de 20 años sin volver a mi ciudad. 20 años sin saber de ella más que por los esporádicos encuentros con algún viejo conocido al que le preguntaba, como si el asunto -mi pasado- no fuera conmigo, englobando su nombre en toda una retahíla de otros tantos de aquel entonces.
Todo lo que hice fue por y para ella. Porque ella supiera, algún día, que yo seguía de pie y adelante. Para que ella se enterase, de una vez por todas, de que su crueldad no me había destruido; que, a aquella insensibilidad con que me había aguijoneado y a su veneno, yo había respondido con el mejor de los antídotos: el deseo de venganza. Con él alimentándome, tuve las fuerzas necesarias para llevar adelante mi vida y mi único propósito: desquitarme.
Convertirme en un escritor de éxito, formar la familia perfecta, tener la casa ideal, ser admirado, ser reconocido públicamente, no fue más que el instrumento, el medio de demostrarle que nunca me ganó, que aún me quedó una pizca de aquel orgullo y amor propio que ella redujo a cenizas con tanta ingenuidad como inmisericordia. Hoy por fin, cuando la vea cara a cara, quizás las arrugas hayan borrado el gesto que tanto amé; tal vez el remordimiento la haya hecho más pequeña y enronquecido la insultante luminosidad de su piel. Puede que hoy, por fin, la escuche suplicarme el perdón.
He tenido que atender a la prensa, apenas me han dejado serenarme, ni recomponer las imágenes de los recuerdos mientras volvía a recorrer las calles de mi niñez. Expectantes en la sala, cientos de rostros conocidos, pero no el de ella. Aplaudido, he estrechado manos y dado abrazos, pero no a ella.
Lo he sabido de improviso, sin ni siquiera preguntar: un comentario, no del todo bienintencionado, y el infortunado final de la antigua novia del recién premiado me sacude de arriba abajo, me hace temblar la mano saludadora y congelar la sonrisa ante los flashes.
La herida, compañera de tantos años, se hace grande y pequeña al mismo tiempo para desaparecer definitivamente del todo y dejar en mí sólo la sensación de la impotencia absoluta, de la sinrazón completa.
Me palmean la espalda y me llaman triunfador, y pienso que sí, que puede que tantos aplausos me los haya merecido porque he vencido al fin. Y sé también, que a partir de ahora, sólo me queda disfrutar del éxito de la más absurda, de la más inútil de las victorias.