Albada 268








POR SI UN ANGEL LA VE


(25 de noviembre de 2011)

Aún sentada en el coche y con las ventanillas cerradas comienza a sentir ya el frío. El espectáculo colorista de las nubes y el sol ocultándose en Poniente casi está por terminar. Debe darse prisa, no quiere que nadie la eche de menos, y sobre todo, no quiere que se sepa que ha vuelto a buscarse en la soledad. Se inquietarían, los suyos no lo entenderían, se preocuparían. Antes que nada, ninguna pesadumbre para quien la quiere. Todo debe ser como siempre, idéntica sonrisa para la cena en la alegre mesa compartida, la misma placidez de cada noche en el salón: el sueño tentando los párpados, el lenitivo sofá y el destello de la luz del televisor sobre los rostros flasheados. Gira la llave de contacto y tras dos maniobras enfila la carretera de vuelta a casa.
Visto el vehículo desde lo alto parece un pequeño juguete haciendo eses por la carretera que baja de la Sierra. A ambos lados lo envuelven los pinares. Los árboles, densos, arracimados, se vuelven cada vez más azul oscuro. Un arrendajo se sumerge entre sus copas en busca del refugio para el sueño. Dos grajillas cruzan rápidas al fondo, también ellas vuelven a sus dormideros.
Si hay una cosa que realmente le molesta de sí misma es ser una descreída. Claro que sabe que en eso ella tiene poco que ver: no existen boletos que comprar para semejante lotería. Desde los 13 supo que definitivamente ese don, regalo para el que nada se puede hacer por merecer, no era para ella. Hace mucho tiempo, en un instante parecido a éste, en una soledad buscada semejante a la de este atardecer de otoño, se rindió definitivamente y encontró algo parecido a la paz. Sonríe recordando con ternura a aquella adolescente fustigada de dudas. Enciende la radio del coche y es ahora la música su nueva compañía.
A medida que desciende hacia el valle el sol ya sólo es un hilo gris a sus espaldas. Mientras comienza a caer una fina lluvia, el paisaje se vuelve cada vez más secreto, más enigmática la llamada del fondo del precipicio. Puestos a creer, piensa, le gustaría que existieran las hadas buenas, los duendecillos, las sirenas… y también, claro, los milagros… Puestos a creer, sobre todo echa de menos poder tener un ángel. Un ángel de la guarda grande y hermoso, vestido de blanco y con las alas extendidas, como aquel del cuadro que su madre colocó sobre su cama infantil. Las manos extendidas detrás del niño cruzando el puente, los árboles y la noche ciñéndolo todo… y ese ángel librándola de la mirada de odio, avisándola a tiempo de la mala jugada, salvándola de la trampa… Demasiado fácil, demasiada suerte quizás tener un ángel…
Se escuchan en la radio los últimos violines del Love remenbered de Kilar, se oyen también la lluvia y la oscura sima... se intuyen apenas los ecos de las primeras estrellas sobre el puente… Visto el vehículo desde lo alto parecía un pequeño juguete que hubiera estado haciendo eses por la carretera que baja de la Sierra.

Audio Love Remenbered









Albada 267

(Sascha Alexander Schneider, 1901)





EL BROMISTA



(20 de noviembre de 2011)
Me gusta provocar, poner nerviosa a la gente, ver cómo reacciona ante un imprevisto, ante un peligro inmediato, incluso, por qué no, ante una feliz sorpresa. El caso es poder observar sus rostros presos del asombro; esa expresión de pasmo paralizante por el que pasan en un instante mil ideas, mil temores, mil deseos; escuchar las palabras simples y atropelladas ante el regalo y el halago inesperado, el vergonzoso quejido del disgusto, fuera de lugar y tono, ante el incidente fortuito o el desastre casual, la exclamación gritada mezcla de incredulidad y desconcierto ante la buena fortuna repentina… sí, me gusta crear confusiones, sembrar perplejidad, recoger desasosiego. Me pirro por observarles así, ya embrollados, casi aturdidos, y si es posible reírme a carcajadas delante de su misma cara; aunque esta última es la parte menos importante, la que menos me interesa: yo cuando más disfruto es preparando el “golpe”, acabando de perfilar la “trama”. Porque puede parecer que todo lo sucedido ha sido una sinrazón, la obra de un loco, de un insensato, pero no se confundan: cuesta mucho tenerlo todo dispuesto, que las piezas encajen, que nada quede sin calcular.
Pese a que algunos cuando me descubren me imprecan y hasta llegan al insulto, nunca han logrado ablandarme ni mucho menos que me pliegue a lo que la gente espera de mí; tampoco lo han conseguido con zalamerías ni halagos: yo sigo a lo mío porque ¿qué sería de la vida si todo fuera tan previsible, tan pronosticable? ¿Cómo hallaríamos una salida cuando todas las puertas las ha hundido el vendaval? ¿Qué escribiríamos en los diarios de aquellos días de plata?
Me llamo Destino aunque algunos me llaman bromista. Mi ocupación preferida consiste en desatar los hilitos que los humanos tejen con tanto esmero; los desato y los ato a mi placer y parecer, y entonces observo. Me siento a ver los resultados y alguna veces, las menos, al contemplarlos se me escapa una cómplice sonrisa y aún un suspiro.




Albada 266


DEPREDATOR

(13 de noviembre de 2011)

Lo recuerdo todo muy bien. Aunque algo creo en premoniciones y telepatías, me quedé estupefacto al girar la esquina de aquella calle y darme de bruces con Carlos.

Hacía muchos años que no sabía de él, aunque la noche pasada, precisamente, había soñado que un joven Carlitos me seguía haciendo trampas mientras cambiábamos cromos a las puertas del colegio. En el sueño me engañaba, claro, como siempre había hecho cuando éramos niños y compañeros de pupitre... todo el día juntos, nosotros y las mañanas interminables, silenciosas, rellenando libretas de caligrafía y sumando, a escondidas con los dedos, las cuentas de los cuadernos Rubio. En el instituto nos tocó distinta clase, pero seguíamos viéndonos a diario ya que ambos vivíamos en la misma calle, un portal frente a otro portal, su ventana ante la mía. Por aquel entonces ya no eran los álbumes con los cromos de la liga de futbol lo que nos obsesionaba, ahora lo único que importaba era Carmen: que Carmen, la chica más guapa y deseada del barrio, nos dedicara algo más que una de sus lánguidas e indiferentes miradas era un triunfo (ni que decir tiene que Carmen y Carlos llegaron a ser novios). Después de que empezara mis estudios en la Universidad y quizás porque su familia se mudó de casa, no sé si fue esa la razón, ya no volví a ver a Carlos; hasta ese día en que nos tropezamos a la vuelta de una esquina.

Le abracé, era lo menos que podía hacer después de tantos años. Me sonreía beatíficamente, con esa expresión en su cara que yo conocía tan bien – la misma que de niños me confundía y conseguía que me quedara de nuevo con el cromo tres veces repetido –. Como entonces, como siempre, me dejé atrapar y me oí a mi mismo invitándole a cenar en casa... de pronto me convertía en “amiguísimo” de aquel “contrincante” de la infancia que tanto me importunó.

Le dije que tenía prisa y me despedí con un ¡te veo esta noche Carlos!, mientras tenía la certeza (aunque, desde luego, no me atreví a volverme para comprobarlo) de que él me seguía mirando mientras me alejaba calle arriba... le había dado la dirección de mi casa, le iba a abrir las puertas de mi vida... ¡qué más quería!

De aquel encuentro han pasado ya tres años, pero como he dicho al principio, recuerdo todo muy bien: todas mis palabras y cada una de sus sonrisas. Aquella noche presumí hasta la imbecilidad de gran casa y familia feliz ante aquel que, entonces, presentaba a todo el mundo como un viejo amigo. Mi mujer le acogió con agrado, y a mis hijos les cayó especialmente bien. A nadie le extrañó cuando conseguí que le contratarán en mi empresa, y que hace justo un año y medio le nombrarán vicepresidente de la junta rectora; también entusiasmó a toda la familia que hace unos meses se animara a comprar el chalet vecino al nuestro. Yo mismo cuando firmo con su nombre, Carlos, me siento cada vez menos extraño; es como si hubiese olvidado del todo cómo me llamaba antes de que él volviera. ¿O es que antes, “siempre”, como dice Carmen, mi mujer, me he llamado Carlos, doctor? .

Albada 265


CINCUENTA Y MÁS

(6 de noviembre de 2011)

Doce centímetros: los tacones de esta temporada vienen altos, súper-altos. Afortunadamente, piensa Sandra, también se llevan con plataforma, incluso con tacón muy ancho; ¡qué gran descanso para sus sufridos pies amortiguar un poco (al menos ese poco) cada paso del día que comienza! Sus nuevos zapatos son de un resplandeciente color violeta y resuenan con un suavísimo toc-toc-toc al pisar sobre la tarima del pasillo. Pese a que anda rápida y decidida mientras se pone el abrigo, recoge las llaves y mete el móvil en el bolso, ni se le ocurre caer en la tentación de esa última ojeada en el espejo del recibidor. Ese espejo, cómplice hermano de los demás espejos que están inventando un rostro nuevo sobre su rostro de siempre. Un semblante extraño en el que se sorprende cada vez que la mira esa otra mujer ¿mayor? en la que no acierta a distinguirse todavía.

Se desliza el sedán rojo por las largas avenidas. El otoño en Madrid hace flotar en el cielo mareas de ocres y amarillos; unas nubes vagan al fondo del azul. Todo es insoportablemente hermoso. ¿Quién me vende una máquina del tiempo? ¿Dónde está el camino para volver atrás diez, quince años? Siente el calor subir desde su pecho hasta la nuca. Baja la temperatura del aire acondicionado, aumenta la fuerza del ventilador. Sandra quisiera que lloviera escarcha para apagar el incendio que se ha prendido en sus sienes, la angustia abrasando la frente pálida.

La urgencia es ahora la luz de neón tras salir del ascensor. La oficina es un cómodo refugio, un oasis donde no pensar. Allí, analizando informes, estudiando proyectos, contestando y escribiendo correos electrónicos, da una tregua a la cabeza que bulle repleta de preguntas, de reproches. Por primera vez desde que se ha levantado deja que le engulla lo cotidiano y le devuelva a cambio la tranquilidad de un mundo que es como ese viejo conocido que nunca cambia, que nunca le desconcierta.

Pasan las horas sin hacer cruces, ineludibles. Sandra sólo ha pedido un primer plato. Vigila el peso e intenta acomodar la consistencia del tiempo que transcurre a la vez que trata de reacomodar también esos tres kilos inesperados que no consigue perder. En el restaurante de la empresa hay hombres jóvenes con mujeres más jóvenes que ella. Acostumbrarse a ser objeto de deseo no cuesta nada, lo que sí duele es no enhebrar miradas, claudicar al fin a la evidencia de que los años te han derrocado y la invisibilidad se te ha instalado de rondón sin darte cuenta. La vida te desplaza como a esas hojas del parque madrileño, piensa, mientras el coche deshace el camino. Deslumbran las ventanas de los modernos edificios a la luz del sol poniente y también el reloj en su muñeca. Todos almacenan nostalgias.

Sabe que al abrir la puerta de su casa se encontrará frente a frente con la mujer de la que no quiso despedirse esta mañana. A la luz del recibidor aquella aparición le devuelve la mirada interrogante y le sorprende su expresión serena: un día más ha vuelto a regalar a aquellos ojos mucho de la hondura y la belleza de la Vida. Sonríen por primera vez desde hace tiempo las dos: la mujer que mira y la que se mira.

Ahora, se dice Sandra, bajar de los doce centímetros será fácil si además te esperan unas suaves zapatillas. En el espejo, el reflejo de aquella mujer de cincuenta y pico, guarda prendida una sonrisa todavía un instante más, mientras se aleja -toc-toc-toc- pasillo alante. El tiempo está en calma, igual que la soledad: vacíos de rencor, quizás esta noche haya una tregua.



("Eve". John Martin)