Albada 252



INSEPARABLES

(31 de Julio de 2011)

La habitación está casi en penumbras y sólo se oye su voz. Indiscutiblemente y desde hace ya un tiempo –precisa el hombre– paso los mejores momentos del día con ella, en su silenciosa y amigable compañía. Lástima que cuando ya atardece siempre se tiene que ir y entonces más que solo me quedo como si estuviera falto de una parte importante de mí mismo, inacabado, vacío.

Alguna madrugada, cuando en invierno paseo bajo los grandes neones de los escaparates de la avenida, o cuando en los insomnios de verano me acerco a la esquina de mi calle y me siento en el banco junto a la farola, vuelve conmigo. Y viene siempre así, sin que la llame, sin citas previas ni excusas. Ella –aquí suspira el hombre–, ella no las necesita nunca, parece segura de saber dónde encontrarme y se presenta de improviso, convencida de que va a ser bien recibida, de que siempre la espero ansioso. Aunque bien es cierto, y esto en confianza se lo digo, que no siempre la encuentro con el mismo humor. Unas veces viene muy discreta y reservada, se queda quieta a mi lado como no queriendo importunarme y entonces me parece dulce, sumisa, casi débil, y no le digo nada, ni me muevo apenas por si se ahuyenta, porque sé que ella, aunque parezca dormida, en gris, apagada, está atenta a cada movimiento que yo hago, y a cada jadeo de mi respiración su pecho vacila al compás del mío. Otras veces, sin embargo, viene a mí alegre, vivaz, rotunda y embebida de colores; es cuando se pega, se estrecha contra mí con descaro y sin miramientos. Entonces, cuando se me ciñe así –ya sabe de mi timidez– me deja desconcertado y al principio no sé qué decirla.

Pero ella es constante, sabe lo que se hace: si me detengo se detiene, si me vuelvo ella me acompaña y vuelve conmigo; es consecuente, nunca engaña. Al final, esté como esté, frágil o resuelta, le confieso que me llena de ternura su entusiasmo por acompañarme. Busco el lugar más tranquilo del parque para estar con ella: nos seguimos con los brazos abiertos y los pasos más lentos, un pie tras otro, como dos equilibristas sobre una cuerda imaginaria, ella adelantándoseme a veces, detrás de mí otras… andamos más deprisa, ya casi corremos… ahora ¡ya corremos! y presiento su sonrisa cuando se me queda atrás. Al final, agotados y felices, nos tiramos sobre el césped; yo entonces me yergo un poco, lo suficiente para inclinarme sobre ella y contemplarla allí tumbada, tan exhausta, tan contenta, tan como yo... tan siempre a mi lado.

Doctor, sé que me han traído aquí porque me creen loco. No lo estoy. Le aseguro, doctor, que tiene ante usted al más cuerdo de los hombres, porque aunque me haya costado heridas el trato con mentirosos y envidiosos, casi ya desesperado he encontrado al fin de quién fiarme, mi compañera, mi amiga inseparable; y sé también que aunque nunca me haya dicho una palabra, ella, mi sombra, se alegra tanto como yo de nuestra mutua, particular y exclusiva compañía.




Albada 251



MERECIDAS VACACIONES

(24 de Julio de 2011)


Volvemos a la misma conversación durante la comida del día siguiente y de nuevo no nos ponemos de acuerdo. Por la mañana apenas tenemos tiempo de cruzarnos dos palabras; mi mujer, que entra más tarde al trabajo, aún duerme cuando apago el despertador. Seguramente estará arreglándose frente al gran espejo de nuestro cuarto de baño mientras yo ya estoy llegando a la oficina, puntual como siempre, para la primera reunión del día.

Sentados a la mesa, ella intenta distraerme comentando alguna noticia que oye en la televisión, o la última tontería de su jefe. Le sirve de bien poco: después de un momento de duda he sacado de nuevo el tema, justamente delante del plato de minivolovanes con salmón ahumado y las cazuelitas de gambas con salsa de vainilla (ya llevamos tiempo con el régimen del famoso Dr. Dukan, juntos por supuesto, por aquello de que una pactada pragmática solidaridad es más efectiva, económica y razonable... ya se lo dejé bien claro así a mi mujer cuando se negaba a seguirlo conmigo). Casi ya terminando con la tartaleta de zanahoria la conversación ha llegado a tal punto que no tiene vuelta atrás. Dadas las fechas en las que nos encontramos y estando todavía sin decidir cuándo ni dónde nos vamos de vacaciones, le digo que esto no puede seguir así, que hay que hacer las cosas bien, seguir un orden (siempre un sistema, un método es imprescindible), huir de las improvisaciones que sólo te llevan a desagradables sorpresas de última hora… hay que sacar billetes, buscar hoteles, estudiar las guías, elegir ciudades e itinerarios, que ya no hay tiempo… ella no atiende... no nos ponemos de acuerdo. Estoy algo nervioso, lo reconozco, y sin pensarlo más, como un estúpido, voy y le planteo el absurdo ultimátum: si tú no quieres ir de vacaciones, me iré yo solo.

Lo “malo” no es que entonces sí llega el acuerdo; lo “peor” es el imprevisible y doloroso asombro al escucharla decir que es lo mejor, porque a ella cada año le cansan más, le aburren terriblemente, cada vez más, nuestras vacaciones... y todo eso diciéndomelo como si nada, incluso casi, -ahora lo pienso pero no estoy seguro-, con una tímida sonrisa, mientras recoge despacio los platos, dobla tranquila las servilletas…

Me decepciona pero no le digo nada, quizás por la rabia de no salirme con la mía, tal vez por la sorpresa de su reacción...o, seguramente, por no querer saber más de lo que en aquel momento ni intuyo. Definitivamente no le pregunto nada; me levanto de la mesa y me marcho para hacer mis 26 minutos justos de siesta (según el informe reciente de la NASA este periodo es el necesario para mejorar en un 34% el rendimiento durante el día y conseguir una inmejorable digestión).

Y ahora estoy aquí, con un jet-lag de impresión atornillándome las sienes, mirando como un bobo mi maleta deshecha y las perchas bailando como esqueletos de fantasmas en el fondo del armario empotrado de esta habitación de hotel; de esta habitación de hotel grande, demasiado grande como su cama. Antes de bajar al restaurante, rescato el móvil del bolsillo pero ella no contesta.

Ceno sin hambre y sin régimen Dukan compartido frente a un mar que tú no miras conmigo. De nuevo en la habitación recoloco, reordeno mis cosas... cansado de estar solo, aburrido de estar sin ti... preguntándome de pronto todo lo que no me atreví a peguntarte en casa. Vuelvo a buscar el móvil pero me detengo a tiempo. A tiempo de mirar el cielo anochecido de esta ciudad desconocida y comprender al fin; a tiempo para poder llegar a esbozar una sonrisa y mandarte un mensaje definitivo, sin método ni orden: “Querida, feliz descanso de mí, felices y merecidas vacaciones de mí, te quiero”

Albada 250


LA COLECCIONISTA

(17 de julio de 2011)

Cuando le parece que amaina la tormenta se apresura hasta la playa. Ya no llueve, pero aún no se ha calmado el vendaval. La galerna vespertina arranca a la espuma de las olas gotas de agua salada que le golpean la frente y las mejillas, le agitan el cabello, le empapan la piel… No hay nadie en la orilla, sólo en la vecina carretera se adivina algún coche que pasa con las luces encendidas. Aprovecha la soledad para mirar al cielo y extender los brazos. Abre la boca y bebe de aquel aire que sabe a mar, que también es mar. Se siente feliz.

Al fondo resuena un trueno porque la batalla todavía continúa allí. Pero mientras la borrasca se revienta sobre el oscuro chaflán del horizonte bajo sus pies un tímido sol comienza a dibujar su sombra sobre la arena. Si ella supiera pintar escogería el amarillo-cadmio, eléctrico y frío, para ese sol tras la tormenta… y al reflejo verdiazul de las ondas, le añadiría la profundidad ahumada del negro, la majestad oscura del océano antiguo.

Pero ella, aunque sepa de colores y de mar, no es pintora. Ella es coleccionista, coleccionista de recuerdos. Y un coleccionista que se precie debe darse prisa si quiere encontrar tesoros a la orilla de una playa, debe llegar allí antes de que se le adelanten las gaviotas carroñeras rompiendo los caparazones más hermosos, pataleando y desarmando todo lo que encuentran a su paso.

Avanza mirando atenta al suelo. Sus ojos avezados le permiten leer aquí y allá, interpretar, valorar, decidirse a recoger los regalos que las olas, gigantes martillos que hace apenas una hora se estrellaban contra la costa, han dejado reposando sobre la arena. Todavía húmedos brillan como gemas los bruñidos cristales, los trozos de botellas acariciados interminablemente por la corriente; ante ella restos de lapas, bígaros, almejas, caracolas de interior tornasolado, erizos… pinzas de cangrejo, brazos de estrella de mar… Líquenes, plumas, caparazones rotos recubiertos de retorcidas formas tubulares de cal, blanquísimos cráneos de aves... Pedazos de mascarones de barcos hundidos, varados en el turbio limo, ramas y esqueletos de árboles de otras lejanas orillas que el agua ha tallado con mano de artista dejando la parte más dura de la fibra esmaltada, vidriada…

Entre las rocas, donde aún les arrancan vida las lavandas y los lirios marinos, encuentra uno de esos pequeños charcos en los que el agua del mar ha quedado aprisionada. Se siente pletórica ante aquel microcosmos deslumbrante, repleto de criaturas invisibles, imperceptibles algas, gambas, quisquillas, esponjas... cangrejos escondidos entre las grietas, medusas de gelatina, anémonas como flores esmeralda y rosa salmón flotando en el agua quieta... Cuando llega a la base del acantilado apenas hay luz para ver los fósiles que el azote de la tormenta ha dejado al descubierto.

Es luna llena y vuelve sobre sus pasos con el alma tan agitada como la marea. Regresa a casa, regresa al mar. Ya la cinta de escamas se está anudando a su cintura y desciende suavemente por la piel, la viste entera hasta esconderle los pies. Entre los brazos no le pesan los recuerdos; ha elegido bien sus tesoros: la roja cinta del pelo, las brillantes monedas que tintinean alegremente al chocar, el peine ambarino, las verdes gafas de sol, ese molde azul para hacer estrellitas en la arena, la cadena con la pequeña cruz de plata... formas y colores prendidos de vidas que la fascinan.

Sólo el silencio escucha el hermoso canto. Bajo el cielo de las olas nocturnas, muy al fondo del horizonte de los olvidados océanos, cada recuerdo cuenta su historia: sueños ligeros de amantes, risas infantiles, cantos oscuros de ancianos... mientras ella, la hermosa coleccionista, acuna en su corazón de sirena uno a uno los infinitos deseos humanos.




Albada 249

ARIADNA Y EL MINOTAURO

(10 de julio de 2011)

El cartel de este año tiene el mismo formato: es una gran foto con una escena vaquillera del pasado de nuestra ciudad más o menos remoto (el de estas fiestas pone “segunda década del siglo XX”). Como siempre ocurre con esas viejas ¿instantáneas?, la fotografía en la que Interpeñas anuncia en tamaño póster la Semana de San Fernando da para estarse un buen rato delante de ella.

Y además se hace con disfrute: la mirada, favorecida por la estupenda ampliación de la imagen, puede pasearse a sus anchas por todo el encuadre, fijarse en algún detalle, y con tiempo, detenerse incluso en cada uno de esos personajes estáticos que aparecen (nadie corre en esta escena, todos están mirando fijamente al toro ensogado, un toro también parado, suspendido en el tiempo y en el momento, con las patas posteriores un poco abiertas, la cabeza agachada (es fácil imaginarse sus ojos prendidos a partes iguales por la sorpresa y el enojo) como a punto de emprender la embestida. Aquellos turolenses viviendo el instante, sin ser conscientes de que muchos años después cientos de miradas nuevas iban a “conocerlos”… Al mirarlos uno se siente un inocente voyeur de los padres de nuestros tatarabuelos. Un fisgón, un curioso que observa con total impunidad, parándose aquí en ese tipo del sombrero del primer plano, examinando allá en el fondo de la calle a la gente ya casi borrosa, o hasta investigando más allí, más adentro de lo que ocurre en los abarrotados balcones.

Después de aquel último toro todos abandonaron el mirador y siguieron con la alegre reunión en el interior. La casa estaba aún tan llena de todas las visitas que habían ido llegando a lo largo de la tarde que pronto no bastaron los asientos de la sala de estar. Hubo que subir al piso principal algunas sillas guardadas en el sótano. Entre sillones y sillas, entre alfombras, muebles y cortinajes, entre estatuillas de porcelana, macetas y lámparas, entre tan amplia familia y tan abundantes amistades, la gran habitación nunca parecía más pequeña que en las fiestas. Y cada año, cada celebración, igual. No importaban el estorbo de sombrillas ni bastones, ni el engorro de los grandes sombreros de las señoras… la velada proseguiría hasta altas horas comentando todos los incidentes por mínimos que fueran, historias, anécdotas de la tarde que su privilegiada atalaya les había permitido ver cómodamente, intercambiando chascarrillos, hasta alguna pequeña malicia, describiéndose todos los sucesos, todas las historias... Por los balcones abiertos y mientras baja la noche al corazón de Teruel se oirán risas y entrechocar de copas: es Fiesta e incluso los niños, habituados a guardar siempre la compostura delante de sus mayores, parecerán hoy más niños que nunca: jugarán a pillarse los primos mayores sorteando los muebles, mientras en los sillones, vencidos por el cansancio, dormitarán los más chicos.

En la calle otros niños corren también; ahora son de nuevo los dueños de la plaza adoquinada de la que se habían apropiado los padres y su toro. Alpargatería Simón Pescador se lee entre dos enormes cartelones que anuncian las corridas de la feria. El numeroso grupo de mujeres que se arremolinaba al comienzo de la tarde junto a la tienda hace tiempo que se ha desperdigado. Se han ido a preparar la cena a sus maridos, que ahora continúan el jolgorio en el café. Después aún les dará tiempo a irse con ellos de verbena y les contarán de la mirada de ese toro parado frente a ellas.

Ellas, el grupo de mujeres junto a la tienda de Simón Pescador y ellos, los burgueses engalanados del balcón, aparecen en la fotografía del cartel de este año de Interpeñas.

Viejas fotografías que nos hablan… parte de aquel hilo mágico que nos facilita el camino, que une cuna con presente, el ahora con el antes. Esta vez, Ariadna, la hija del terrible Minos, ha conseguido inmortalizarlos a todos, incluso hasta al asombrado y asombroso Minotauro. Nos han surgido de repente en nuestras Vaquillas de 2011, para compartir con nosotros un poco de aquellos latidos encerrados en el daguerrotipo de una placa de cobre. Porque nada ni nadie muere del todo para siempre.















Albada 248

(M.E. Ivaldi)

EL DESAYUNO

(3 de julio de 2011)

Ahora a través de la ventana semiabierta el sol del amanecer entra delicado y apacible. Su luz es sutil y ligera, como si el aire hubiera cosido en ella una continuación del raso de los visillos que atraviesa. El alba de este primer domingo de julio parece haberse adueñado de todos los objetos de la cocina y los ha esponjado del rosa-azul de la primitiva aurora. La mañana ha detenido a toda la estancia en el tiempo, en la eternidad del instante. Mientras el universo late con ruido de motor de nevera, Raúl se ha despertado y deja correr el agua fría en el lavabo. La costumbre de la rutina le ha desvelado a la misma hora, casi al amanecer, pero hoy es domingo, su primer domingo de vacaciones y sólo aspira a la pereza. Ralentiza a conciencia cada uno de sus movimientos, la brocha, la crema, la cuchilla de afeitar aparecen ante él como objetos nuevos, con formas y colores en los que nunca había reparado pese a ser su cotidiana realidad. Atrapa pensamientos mientras se mira en el espejo y siente la suavidad de la hoja deslizándose sobre la piel húmeda. No tiene prisa, su lujo es ahora la pereza, saborear cada instante, saber, al fin, de la calma, de ganarse aunque sea solo a plazos el respeto del tiempo y de la vida.

He aquí por fin mis vacaciones se dice mientras sale del cuarto de baño. Y por un momento todo en la casa, como en el corazón de Raúl, es un instante intenso y silencioso. Ni un latido, ni un suspiro. Quietud para conquistar su tiempo, ser dueño del día por hacer, o mejor por no hacer. Las vacaciones y por una vez no hacer planes, no tener horarios ni previsiones… el intenso placer de vivir con plenitud el momento, apurarlo al límite sin pensar ni en lo venidero ni en lo pendiente..

Cuando entra en la cocina la luz matinal que ahora es más roja también le transforma a él como ha hecho antes con la tostadora, la cafetera, y las cerezas del frutero.

Mientras se hacen el café y las tostadas, Raúl trocea los pomelos, el limón y las naranjas. La licuadora suena a promesa placentera, más aún cuando calla y vierte el zumo en la jarra. Comer y beber para sentir, para despertar los sentidos del sabor del filo del sueño. Porque tiene el desayuno de los días de fiesta esa magia de hacernos soberanos del tiempo, guías de nuestras vidas, a sabiendas de lo fugaz del sentimiento..

Coloca en la bandeja las tazas de café, la jarrita pequeña con la leche, la más grande con el zumo; en una esquina del plato, las tostadas, la mermelada, el dorado aceite.

La habitación está casi en penumbra. Se para en la puerta y la mira: le gusta adivinar su perfil sobre la almohada, la curva de su cintura bajo la sábana. Ella aún duerme, aún está muy lejos de él esta mañana. Deja el desayuno sobre la mesilla y se da cuenta por primera vez de su propia desnudez. No importa, porque hoy el reloj no ha ganado la batalla. Hoy el tiempo es suyo y su privilegio el placer de la indolencia, la inacabable ternura. Ahora mientras el sol abandona poco a poco su dulzura y vuelve a la luz más hiriente, casi pétrea, dos siluetas duermen abrazadas y se enfría, abandonado, el desayuno.