Albada 272


La joven del Unicornio. R. Sanzio
DESEOS POR NAVIDAD

(25 de diciembre de 2011)

¡Porfa, porfaaaaa!... “Alicia no pudo evitar que sus labios dibujaran una sonrisa cuando empezó a decir: –¿Sabes que yo también siempre creía que los Unicornios eran monstruos fabulosos? ¡Nunca había visto uno de verdad! –Bueno, pues ahora que nos hemos visto uno al otro –dijo el Unicornio–, si tú crees en mí, yo creeré en ti. ¿Trato hecho? "

Y quizá tenga razón –piensa el abuelo mientras le sigue leyendo el cuento a la nieta–, quizás esté en lo cierto el Unicornio de Alicia y, aún en el otro lado del espejo, la única manera de que las cosas que soñamos se hagan realidad sea empezando a creer en ellas.

Acaban de llamar a la puerta por tercera vez en aquella noche: antes fueron los hijos mayores, sus nueras y una de las tías solteras; esta vez son sus cuñados Dora y Ramón. Mientras la niña corre a recibir a los nuevos invitados, el abuelo desde la sala de estar oye saludos y el ligero fragor del roce de abrigos al quitarse, imagina sonrisas y abrazos. Cierra el libro, cierra los ojos y se pregunta si finalmente terminamos por creer en todos aquellos deseos de felicidad o son tan sólo sortilegios que lanzamos a la suerte.

Este año le parece al abuelo que debería estar más contento: al final el insoportable Luis no va a venir a la comida familiar. Su hermana llamó hace poco para decir que no se encontraba bien y que no se moverían de su casa. ¿Por qué entonces esa rabia hostil contra todo que se le ha instalado desde que supo la noticia?

Ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?... Esa gente era una solución.” Sonríe ahora solo, recordando los versos de Cavafis y reconociendo –sorprendido del descubrimiento inesperado– que al final su cuñado Luis se ha convertido para él en ese otro hostil que le justifica sin problemas su propio malestar navideño –esas normas y costumbres, esos formalismos sucediéndose imperativos y reclamantes año tras año–.

De nuevo aquella vocecilla le saca de sus pensamientos: ¡Porfa, porfaaaaaaa! ¡Sígueme leyendo, abuelo! Pero ya todos están sentados a la mesa y su mujer –la madre alrededor de la que todo gira y gira, como siempre– los llama. La comida de Navidad, una nueva comida de Navidad, comienza.



Albada 271



BAJO EL ASFALTO

(18 de diciembre de 2011)

Te encontrabas tan cerca de mí, que no fui capaz de verte. Necesité todo el tiempo que no quise darte para darme cuenta de que te quería hasta dolerme. Habitaste tanto mi corazón que tuve que ahondar hasta el fondo de mí para saberte. Ahora, cuando sólo me queda el hueco de tu ausencia, lo lleno de cicatrices; y trabajo, trabajo mucho, amor, aunque no logro acallar la presencia de tu falta.

Lo peor de escribir un mensaje así, una carta de amor “a la desesperada”, es pensar que ella nunca pudiera leerla; lo que más lastima es ese no empujar el sobre en la trampilla de cualquier buzón y desear, cruzando los dedos, que pronto llegue hasta sus manos.

Supo que su nombre era Susana sin querer, oyendo que la llamaba así una de sus compañeras. (Susanita, le decía él cuando bromeaba en su imaginación). La encontraba siempre, atenta y eficiente – ¡tan viva! – a primera hora de la mañana. Primero fue sorpresa, luego búsqueda disimulada... y después, encuentro no pactado. Durante aquellos tres años no dejó de “pasar” delante de Susana ni un solo día; día laborable, claro, porque luego estaban aquellos largos paréntesis, interminables fines de semana en los que él debía sumergirse en el mar de la cotidianeidad de una familia que le empapaba hasta ahogarle.

Hace cuatro semanas que ha cambiado de oficina. Ahora está tan cerca de su casa que la gran distancia, que antes les acercaba, no le sirve ya de excusa para el encuentro... Rebelde, contra todo y más contra si mismo, intentó, en vano, no volver a verla. Al principio, se limitaba a cruzar la plaza despacio, sintiendo, más que sabiendo, que caminaba a varios metros sobre ella. Tan extraña sensación terminó por producirle una angustia que sólo lograba calmar al final de la jornada, cuando, disimulado en la cafetería vecina, la veía salir a la “superficie” . Hoy que sin embargo es él quien vuelve debajo del asfalto, lo hace al fin feliz, ya decidido. Ha doblado el papel cuatro veces, hasta hacerlo casi diminuto y lo ha guardado en el bolsillo del abrigo. Desde el principio de las escaleras mecánicas la adivina ya tras los cristales de la taquilla.

Susana lleva mechas de color castaño, y gafas de concha de color rojo (su amiga Clara le dijo que estaban de moda). Cuando se mira al espejo piensa que sus 62 kilos son ya difíciles de disimular bajo el uniforme del año pasado. Le da vergüenza hablar de eso con la encargada y ha decidido que será ella misma la que ensanche las costuras y alargue un poquito el bajo, sólo un poco, lo justo para sentirse cómoda sentada…¡son tantas horas en aquella silla! Mira el reloj. Como cada mañana desde hace tres años piensa en él. Hace un mes que no le ha visto. Las primeras semanas se angustió: ¿y si estuviera enfermo? ¿Y si no vuelvo a verlo más?. Ahora, tras tantos días de espera, se le ha instalado por dentro un ternura dulce; ya no está enfadada con ella misma por vivir así, pendiente, enamorada de un desconocido: el recuerdo de él ha llenado de sentido cada una de sus noches desde entonces y ha terminado por no pedir más, por sentirse, simplemente, afortunada.

Cuando ha sucedido, ha sido sin sorpresas, sin alborotos, como si los dos supieran que tarde o temprano pasaría. Por primera vez se han prendido sin esconderse, frente a frente, sus miradas. El folio, doblado en cuatro, ha pasado con facilidad a través de la abertura de la ventanilla. Ha podido ver sus manos finas y delgadas, manos de “señorito” que diría su amiga Clara. La nota está escrita a lápiz rojo y la encabeza un nombre: SUSANA.





Albada 270

EL CUENTO DE LA SEMILLA QUE NO SABÍA DE LEYES

(11 de diciembre de 2011)

Érase que se era una semilla insignificante, incluso más pequeña que el título de esta Albada. Procede del huerto de Juan. Juan ha sido cuidadoso: recogió la semilla (junto con otras) de un sabroso tomate de la última de sus cosechas – ¿podría añadir aquí de un tomate de los de antes, de esos que olían y sabían a tomate? –, la guardó, ya seca, en un sitio fresco protegido de la luz. En cuanto pasaron los primeros fríos sembró las semillas en pequeños potecitos de tierra y esperó pacientemente a que germinaran. Ver asomar las primeras hojas siempre ha hecho sonreír a Juan; a sus 77 años aún le produce un estremecimiento de felicidad asistir al nacimiento de la vida pese a que lleve muchos, muchos años, (fue su abuelo quien le enseñó) cuidando del huerto familiar. De la semilla crecerá, aromática y tierna, la hermosa planta, que ya en el soleado huerto, a finales de primavera, comenzará a florecer: de cada flor surgirá un fruto rojo y carnoso que el anciano recogerá con mimo con los primeros calores del verano, no olvidándose de guardar, eso sí, el tesoro de las semillas del más apetitoso.

Hasta aquí la historia de nuestra semilla que a muchos le parecerá trivial. Pero hay otra historia, cada vez más frecuente y difícil de evitar, que puede llegar a convertir las vicisitudes de las vulgares tomateras de Juan en algo extraordinario sino ilegal.

Se coge una semilla, una de las de siempre (como la de Juan por ejemplo), se lleva al laboratorio, se pone debajo de un microscopio, se investiga, se trata genéticamente y tras el estudio pertinente sobre la rentabilidad económica que puede suponer para sus promotores (grandes cadenas alimentarias y potentados de la Industria Agroalimentaria) se patenta y se comercializa. Hay que procurar, sobre todo, saber vender las excelencias de este nuevo producto; con el tratamiento genético la hemos podido hacer más resistente a plagas, con un ciclo de cultivo más rápido, con un tamaño mayor o menor según convenga, más productivas, de maduración contenida (esas insípidas frutas que duran días y días, que parecen no pasarse nunca…) en fin, lo que más nos convenga en cada momento. Desde luego habrá que inclinar siempre el peso de nuestros argumentos hacia esa mayor productividad y facilidad de cultivo. Lo demás, otras cosas como los efectos perjudiciales que estas modificaciones genéticas comportan para la salud mejor ni se mencionarán.

Y la historia continua: la semilla patentada progresivamente va sustituyendo a la de toda la vida, con la consiguiente pérdida de riqueza de la biodiversidad (miles de plantas, que han habitado el planeta antes que nosotros, ya son sólo una cita en los anales de la Botánica). Avanzando en la perversión misma de la propia esencia de lo que significa una semilla (parte del fruto que da origen a otra nueva planta) se la convierte en estéril, incapaz de servir para reproducirse después de una cosecha, con lo que se obliga al agricultor a una nueva compra. ¡El negocio es redondo!, ¡todo está controlado! ( y no olvidemos, además, que los cultivos transgénicos pueden colonizar cualquier campo, hasta nuestro inocente huerto de macetas en el balcón, volviéndolos también estériles).

Ya no es ciencia ficción el que, cada vez más, las grandes multinacionales controlan los alimentos que, previo pago de sus “derechos de propiedad intelectual”, cultivamos. Se trata de un monopolio de semillas que hará, si no se remedia, que nadie pueda sembrar una planta sin pagar antes las tasas que alguien les ha aplicado. Muchos agricultores no pueden sostener una economía rentable con estos gastos añadidos con lo que estamos asistiendo al abandono progresivo y generalizado del campo. Las grandes multinacionales lo tienen sin embargo todo resuelto: deslocalizan progresivamente la producción, y siguen manejando y presionando a los gobiernos y sus organizaciones para influir en los Mercados y en las normativas que los regulan. Mientras, cada vez más, los campesinos y todos nosotros (porque todos “irremediablemente” tenemos que comer ) quedamos cautivos de estos oligopolios, ellos terminarán por decidir quienes pasarán hambre o no y a que precio, y todo ello dentro de la más completa legalidad.

El pasado día 28 de noviembre, los tribunales franceses, (cuando veas las barbas de tu vecino…) anularon “por no estar sujeta a derecho” la suspensión que tenía establecida Francia para el cultivo de maíz transgénico Montsanto (MON810). El golpe es duro ya que implica además el agravante de que aplicando estrictamente la legislación internacional actual nos quedamos todos más desamparados, más desprotegidos. Como las noticias malas rara vez vienen solas, a esto se une que el país vecino también ha aprobado una normativa que prohibirá a sus agricultores plantar sus semillas de granja (las seleccionadas por los agricultores en su propia cosecha, como lo venía haciendo nuestro amigo Juan) si éstas no pertenecen a las catalogadas con el Certificado de Obtención Vegetal, otro derecho de propiedad que abarca más del 99% de las variedades que cultivan los agricultores y para las que también se debe –por supuesto– pagar un canon. De nuevo aparece pues aquí la palabra dueño y propiedad, de nuevo el enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de casi todos...

Y fin de la historia por el momento: por si acaso, habrá que ir diciéndole a Juan que vaya con cuidado, que esa pequeña semilla de su mejor tomate tiene ya un dueño que ni él conoce, y que ese amo, pronto, le reclamará su parte.

Albada 269

AVENTURERO

(3 de diciembre de 2011)

M. sabe que hoy en día ya no quedan mares anónimos que surcar, países por descubrir, indígenas que deslumbrar. Piensa que su tiempo debería haber sido mucho antes y que inexplicablemente algo falló cuando se cuadró la fecha de su nacimiento: éste se produjo demasiado tarde (unos cinco siglos más o menos tarde, calcula él). Desde niño siempre quiso ser el primero en ver, el voluntario para probar lo desconocido, el atrevido al que no le importaba intentarlo todo. Alma de aventurero le llamó su abuela cuando a altas horas de una noche, mientras todos dormían, salió a la calle para enterarse del porqué no dejaban de ladrar Sultán y Lea; un incorregible imprudente le gritó su profesor de química cuando casi hace estallar el matraz al calentarlo. El recuerdo le hace estremecer y se sube el cuello del abrigo. Además también se siente destemplado por el frío. Desde hace seis días se ha instalado la niebla en la ciudad y las luces de Navidad, enmarañadas sobre las ramas de los árboles del Paseo, tienen un brillo extraño, una luz húmeda, que más que felices fiestas parecen anunciar el paso de una aterida procesión. Cuando el autobús gira la curva y enfila la Avenida ve salir del cine a diez o doce personas; el grupo se disgrega pronto: ya es tarde y ni los neones encendidos de los escaparates consiguen acallar la promesa de la cena caliente y las zapatillas en casa. Ya apenas queda nadie en la calle.

Conducir un autobús nocturno es lo mas parecido a llevar el timón de un velero por los inhóspitos mares del Ártico, o al menos así se lo quiere imaginar M. mientras observa las manos del conductor vestido de uniforme azul. Las puertas se cierran tras él y aquella nave de metal se aleja hacia las otras orillas de la ciudad. Él, por su parte, recala en la salida de emergencias de un gran edificio. Ser vigilante de noche de unos super-almacenes haría las delicias de muchas personas, se dice sonriendo. El cigarrillo en la puerta con Jesús, su amigo vigilante, es breve, lo justo para comentar las novedades del día: el resultado de la semifinal del partido, lo poco que ha salido el sol hoy y la reforma laboral que se anuncia. Se despide de él como cada noche, con un chasquido del pulgar e índice y continua calle arriba. Se oye tras la esquina el ruido del camión de la basura vaciando los contenedores. Dentro del ascensor se le ocurre que a veces se siente como ese farero que al mirar al horizonte nota el peso enorme y desproporcionado de su torre vigía. Varado en medio de los miles de caminos que dibuja la espuma del océano, M. ha encontrado, sin embargo en su trabajo de cada noche, el territorio imaginario de las mágicas historias de su infancia, el viaje a lo desconocido de adolescente.

Desde la emisora se divisa gran parte de la ciudad; incluso, cuando las noches no son como ésta, llenas de niebla, se alcanzan a ver las luces de Aeropuerto. Mi amigo M. enciende la señal de “on” y se lanza a explorar las ondas azules. En su viaje no está solo: tiene como compañeros a otros muchos que como a él no nos ha conseguido atrapar el sueño. Juntos, trotamundos inquietos, navegaremos por el país interminable y nunca conquistado de la Radio y será esta noche de nuevo la Aventura.


Albada 268








POR SI UN ANGEL LA VE


(25 de noviembre de 2011)

Aún sentada en el coche y con las ventanillas cerradas comienza a sentir ya el frío. El espectáculo colorista de las nubes y el sol ocultándose en Poniente casi está por terminar. Debe darse prisa, no quiere que nadie la eche de menos, y sobre todo, no quiere que se sepa que ha vuelto a buscarse en la soledad. Se inquietarían, los suyos no lo entenderían, se preocuparían. Antes que nada, ninguna pesadumbre para quien la quiere. Todo debe ser como siempre, idéntica sonrisa para la cena en la alegre mesa compartida, la misma placidez de cada noche en el salón: el sueño tentando los párpados, el lenitivo sofá y el destello de la luz del televisor sobre los rostros flasheados. Gira la llave de contacto y tras dos maniobras enfila la carretera de vuelta a casa.
Visto el vehículo desde lo alto parece un pequeño juguete haciendo eses por la carretera que baja de la Sierra. A ambos lados lo envuelven los pinares. Los árboles, densos, arracimados, se vuelven cada vez más azul oscuro. Un arrendajo se sumerge entre sus copas en busca del refugio para el sueño. Dos grajillas cruzan rápidas al fondo, también ellas vuelven a sus dormideros.
Si hay una cosa que realmente le molesta de sí misma es ser una descreída. Claro que sabe que en eso ella tiene poco que ver: no existen boletos que comprar para semejante lotería. Desde los 13 supo que definitivamente ese don, regalo para el que nada se puede hacer por merecer, no era para ella. Hace mucho tiempo, en un instante parecido a éste, en una soledad buscada semejante a la de este atardecer de otoño, se rindió definitivamente y encontró algo parecido a la paz. Sonríe recordando con ternura a aquella adolescente fustigada de dudas. Enciende la radio del coche y es ahora la música su nueva compañía.
A medida que desciende hacia el valle el sol ya sólo es un hilo gris a sus espaldas. Mientras comienza a caer una fina lluvia, el paisaje se vuelve cada vez más secreto, más enigmática la llamada del fondo del precipicio. Puestos a creer, piensa, le gustaría que existieran las hadas buenas, los duendecillos, las sirenas… y también, claro, los milagros… Puestos a creer, sobre todo echa de menos poder tener un ángel. Un ángel de la guarda grande y hermoso, vestido de blanco y con las alas extendidas, como aquel del cuadro que su madre colocó sobre su cama infantil. Las manos extendidas detrás del niño cruzando el puente, los árboles y la noche ciñéndolo todo… y ese ángel librándola de la mirada de odio, avisándola a tiempo de la mala jugada, salvándola de la trampa… Demasiado fácil, demasiada suerte quizás tener un ángel…
Se escuchan en la radio los últimos violines del Love remenbered de Kilar, se oyen también la lluvia y la oscura sima... se intuyen apenas los ecos de las primeras estrellas sobre el puente… Visto el vehículo desde lo alto parecía un pequeño juguete que hubiera estado haciendo eses por la carretera que baja de la Sierra.

Audio Love Remenbered









Albada 267

(Sascha Alexander Schneider, 1901)





EL BROMISTA



(20 de noviembre de 2011)
Me gusta provocar, poner nerviosa a la gente, ver cómo reacciona ante un imprevisto, ante un peligro inmediato, incluso, por qué no, ante una feliz sorpresa. El caso es poder observar sus rostros presos del asombro; esa expresión de pasmo paralizante por el que pasan en un instante mil ideas, mil temores, mil deseos; escuchar las palabras simples y atropelladas ante el regalo y el halago inesperado, el vergonzoso quejido del disgusto, fuera de lugar y tono, ante el incidente fortuito o el desastre casual, la exclamación gritada mezcla de incredulidad y desconcierto ante la buena fortuna repentina… sí, me gusta crear confusiones, sembrar perplejidad, recoger desasosiego. Me pirro por observarles así, ya embrollados, casi aturdidos, y si es posible reírme a carcajadas delante de su misma cara; aunque esta última es la parte menos importante, la que menos me interesa: yo cuando más disfruto es preparando el “golpe”, acabando de perfilar la “trama”. Porque puede parecer que todo lo sucedido ha sido una sinrazón, la obra de un loco, de un insensato, pero no se confundan: cuesta mucho tenerlo todo dispuesto, que las piezas encajen, que nada quede sin calcular.
Pese a que algunos cuando me descubren me imprecan y hasta llegan al insulto, nunca han logrado ablandarme ni mucho menos que me pliegue a lo que la gente espera de mí; tampoco lo han conseguido con zalamerías ni halagos: yo sigo a lo mío porque ¿qué sería de la vida si todo fuera tan previsible, tan pronosticable? ¿Cómo hallaríamos una salida cuando todas las puertas las ha hundido el vendaval? ¿Qué escribiríamos en los diarios de aquellos días de plata?
Me llamo Destino aunque algunos me llaman bromista. Mi ocupación preferida consiste en desatar los hilitos que los humanos tejen con tanto esmero; los desato y los ato a mi placer y parecer, y entonces observo. Me siento a ver los resultados y alguna veces, las menos, al contemplarlos se me escapa una cómplice sonrisa y aún un suspiro.




Albada 266


DEPREDATOR

(13 de noviembre de 2011)

Lo recuerdo todo muy bien. Aunque algo creo en premoniciones y telepatías, me quedé estupefacto al girar la esquina de aquella calle y darme de bruces con Carlos.

Hacía muchos años que no sabía de él, aunque la noche pasada, precisamente, había soñado que un joven Carlitos me seguía haciendo trampas mientras cambiábamos cromos a las puertas del colegio. En el sueño me engañaba, claro, como siempre había hecho cuando éramos niños y compañeros de pupitre... todo el día juntos, nosotros y las mañanas interminables, silenciosas, rellenando libretas de caligrafía y sumando, a escondidas con los dedos, las cuentas de los cuadernos Rubio. En el instituto nos tocó distinta clase, pero seguíamos viéndonos a diario ya que ambos vivíamos en la misma calle, un portal frente a otro portal, su ventana ante la mía. Por aquel entonces ya no eran los álbumes con los cromos de la liga de futbol lo que nos obsesionaba, ahora lo único que importaba era Carmen: que Carmen, la chica más guapa y deseada del barrio, nos dedicara algo más que una de sus lánguidas e indiferentes miradas era un triunfo (ni que decir tiene que Carmen y Carlos llegaron a ser novios). Después de que empezara mis estudios en la Universidad y quizás porque su familia se mudó de casa, no sé si fue esa la razón, ya no volví a ver a Carlos; hasta ese día en que nos tropezamos a la vuelta de una esquina.

Le abracé, era lo menos que podía hacer después de tantos años. Me sonreía beatíficamente, con esa expresión en su cara que yo conocía tan bien – la misma que de niños me confundía y conseguía que me quedara de nuevo con el cromo tres veces repetido –. Como entonces, como siempre, me dejé atrapar y me oí a mi mismo invitándole a cenar en casa... de pronto me convertía en “amiguísimo” de aquel “contrincante” de la infancia que tanto me importunó.

Le dije que tenía prisa y me despedí con un ¡te veo esta noche Carlos!, mientras tenía la certeza (aunque, desde luego, no me atreví a volverme para comprobarlo) de que él me seguía mirando mientras me alejaba calle arriba... le había dado la dirección de mi casa, le iba a abrir las puertas de mi vida... ¡qué más quería!

De aquel encuentro han pasado ya tres años, pero como he dicho al principio, recuerdo todo muy bien: todas mis palabras y cada una de sus sonrisas. Aquella noche presumí hasta la imbecilidad de gran casa y familia feliz ante aquel que, entonces, presentaba a todo el mundo como un viejo amigo. Mi mujer le acogió con agrado, y a mis hijos les cayó especialmente bien. A nadie le extrañó cuando conseguí que le contratarán en mi empresa, y que hace justo un año y medio le nombrarán vicepresidente de la junta rectora; también entusiasmó a toda la familia que hace unos meses se animara a comprar el chalet vecino al nuestro. Yo mismo cuando firmo con su nombre, Carlos, me siento cada vez menos extraño; es como si hubiese olvidado del todo cómo me llamaba antes de que él volviera. ¿O es que antes, “siempre”, como dice Carmen, mi mujer, me he llamado Carlos, doctor? .

Albada 265


CINCUENTA Y MÁS

(6 de noviembre de 2011)

Doce centímetros: los tacones de esta temporada vienen altos, súper-altos. Afortunadamente, piensa Sandra, también se llevan con plataforma, incluso con tacón muy ancho; ¡qué gran descanso para sus sufridos pies amortiguar un poco (al menos ese poco) cada paso del día que comienza! Sus nuevos zapatos son de un resplandeciente color violeta y resuenan con un suavísimo toc-toc-toc al pisar sobre la tarima del pasillo. Pese a que anda rápida y decidida mientras se pone el abrigo, recoge las llaves y mete el móvil en el bolso, ni se le ocurre caer en la tentación de esa última ojeada en el espejo del recibidor. Ese espejo, cómplice hermano de los demás espejos que están inventando un rostro nuevo sobre su rostro de siempre. Un semblante extraño en el que se sorprende cada vez que la mira esa otra mujer ¿mayor? en la que no acierta a distinguirse todavía.

Se desliza el sedán rojo por las largas avenidas. El otoño en Madrid hace flotar en el cielo mareas de ocres y amarillos; unas nubes vagan al fondo del azul. Todo es insoportablemente hermoso. ¿Quién me vende una máquina del tiempo? ¿Dónde está el camino para volver atrás diez, quince años? Siente el calor subir desde su pecho hasta la nuca. Baja la temperatura del aire acondicionado, aumenta la fuerza del ventilador. Sandra quisiera que lloviera escarcha para apagar el incendio que se ha prendido en sus sienes, la angustia abrasando la frente pálida.

La urgencia es ahora la luz de neón tras salir del ascensor. La oficina es un cómodo refugio, un oasis donde no pensar. Allí, analizando informes, estudiando proyectos, contestando y escribiendo correos electrónicos, da una tregua a la cabeza que bulle repleta de preguntas, de reproches. Por primera vez desde que se ha levantado deja que le engulla lo cotidiano y le devuelva a cambio la tranquilidad de un mundo que es como ese viejo conocido que nunca cambia, que nunca le desconcierta.

Pasan las horas sin hacer cruces, ineludibles. Sandra sólo ha pedido un primer plato. Vigila el peso e intenta acomodar la consistencia del tiempo que transcurre a la vez que trata de reacomodar también esos tres kilos inesperados que no consigue perder. En el restaurante de la empresa hay hombres jóvenes con mujeres más jóvenes que ella. Acostumbrarse a ser objeto de deseo no cuesta nada, lo que sí duele es no enhebrar miradas, claudicar al fin a la evidencia de que los años te han derrocado y la invisibilidad se te ha instalado de rondón sin darte cuenta. La vida te desplaza como a esas hojas del parque madrileño, piensa, mientras el coche deshace el camino. Deslumbran las ventanas de los modernos edificios a la luz del sol poniente y también el reloj en su muñeca. Todos almacenan nostalgias.

Sabe que al abrir la puerta de su casa se encontrará frente a frente con la mujer de la que no quiso despedirse esta mañana. A la luz del recibidor aquella aparición le devuelve la mirada interrogante y le sorprende su expresión serena: un día más ha vuelto a regalar a aquellos ojos mucho de la hondura y la belleza de la Vida. Sonríen por primera vez desde hace tiempo las dos: la mujer que mira y la que se mira.

Ahora, se dice Sandra, bajar de los doce centímetros será fácil si además te esperan unas suaves zapatillas. En el espejo, el reflejo de aquella mujer de cincuenta y pico, guarda prendida una sonrisa todavía un instante más, mientras se aleja -toc-toc-toc- pasillo alante. El tiempo está en calma, igual que la soledad: vacíos de rencor, quizás esta noche haya una tregua.



("Eve". John Martin)


Albada 264


DICEN
(30 de Octubre de 2011)

En el metro la lluvia no se oye pero te empapa de gris desde el mismo momento en que empiezas a bajar por la escalera. Ya en el vagón se convierte en tormenta oscura y por eso no se ve como moja desde dentro; huele a nostalgia mientras miradas disimuladas observan de reojo, los hombros más calados, más cerradas las pestañas empapadas, más lacios los brazos... tanta humedad, tanto vacío, esponjarán pronto hasta los huesos. Por eso, para no sentir tan arrugadas las palmas de sus manos, hoy, que llueve como hace tiempo no lo hacía, ha decidido cruzar la piel de la ciudad.
El cielo a esas horas es un borrón de colores imprecisos. Detrás de los grandes edificios, se adivinan trazos rosa y amarillo bajo el marengo sucio que lo empieza a envolver todo desde arriba. Anochece y sigue lloviendo a pesar de las luces rojas de los semáforos, a pesar de que mañana es fiesta y los niños no saltarán sobre los charcos camino del colegio.
El taller está escondido, agazapado en un callejón del Barrio Antiguo. Para llegar hasta él hay que recorrer un laberinto de esquinas desconchadas y plazas diminutas en las que ahora serpentean riachuelos extraviados del filo de las alcantarillas. Al ruido de la persiana metálica le contestan los aullidos asustados de dos perros en el piso de arriba, el resto de la casa —tres plantas y granero con terraza— hace tiempo que permanece vacía, como casi todas las casas de aquel viejo corazón de la ciudad.
En el taller la temperatura es agradable; los cientos de listones amontonados en las paredes según grosor, las tablas apiladas por tamaños, los rizos de viruta sobre el suelo… son una frazada que confina aquella habitación a la simple emanación de su propio universo (en el íntimo orbe de cualquier madera aún late el calor del árbol).
Sentado ante el banco se afana en terminar su obra abandonada; talla y encola pequeñas piezas. Los dedos, sabios y acostumbrados, no dudan ni una sola vez sobre las décimas de milímetro. Cepillan y ensamblan, dan forma y espacio… Ajustan el diapasón al cuello, colocan las clavijas de ébano, el cordal de jacarandá… y por fin se extienden los brazos levantando la obra hacia la oscuridad de la ventana.
La sombra de aquella noche no conoce fin y los segundos son sólo inútiles muescas en el polvoriento reloj de la pared... pero la labor está casi por concluir. El instrumento es de un blanco sonrosado y el barniz tiene que envolverle tan suave como el sol a la piel de un recién nacido. Este último paso —y todos y cada uno de los que tan minuciosamente ha seguido— es importante para que el sonido sea nítido, el matiz el justo, la vibración la deseada. Todo debe ser perfecto.
Callan los perros. Desde el taller surgen las notas de una canción triste, bordean el callejón, atraviesan el Barrio Antiguo, se perciben por toda la ciudad que aún simula dormir... avanzan en círculos concéntricos por el cielo. Ahora, que todo al fin está terminado, no le importará bajar al metro: al fin y al cabo la lluvia nunca podría mojar las manos de un fantasma.
Dicen que cada noche del treinta y uno de octubre se oye una música sublime en el taller abandonado de aquel difunto Luthier, el afamado maestro que murió sin conseguir la obsesión de toda su vida: fabricar el instrumento insuperable, el violín capaz de emitir las notas más hermosas.
Dicen, y como lo dicen así lo cuento... por si acaso alguna noche de éstas mientras no les llega el sueño escuchan...


Albada 263

MUCHAS FELICIDADES

(23 de Octrubre de 2011)

Pienso yo que el mejor reconocimiento que los otros pueden hacerte, el mejor regalo, es manifestarte el reflejo de tu bondad en ellos; cuando ocurre así, cuando sin esperarlo una confidencia en voz baja te descubre todo el bien que le has hecho, cuando te azoras sorprendido por el agradecimiento que nunca buscaste porque simplemente has sido como siempre eres, se te disipa de pronto cualquier duda, y esa emoción cálida en tu corazón te dice que, después de todo, la vida (y tu vida) debe tener algún motivo. Sentirte así, aunque sea sólo un breve instante en la grisura de lo cotidiano, supera con creces cualquier medalla o el más valioso de los premios.

En los tiempos que corren no es tarea fácil, desde luego, la de ser bueno, o mejor dicho que la gente, las circunstancias, te permitan serlo; hay que tener mucho valor, mucho coraje y sobre todo ser tan generoso que ni siquiera te importe que cualquier suspicaz (siempre los hay) te llegue a tildar, como poco, de ingenuo o candoroso. Convendrán conmigo que estamos muy faltos de seres así. Yo les llamo personas- faro por aquello de que son seres de luz a los que de vez en cuando te tienes que volver para no ver las cosas (o más bien a las personas) tan oscuras y correr el riesgo de tropezarte de nuevo.

Este domingo toca una albada de felicitaciones, felicitaciones a todos por contar entre nosotros, turolenses, con ALGUIEN así (permítanme las merecidísimas mayúsculas); y felicidades a él por acabar de cumplir 96 años. Noventa y seis años lúcidos, hermosísimos, llenos de claridad y constancia, llenos de esfuerzo, de grandeza en su humildad y sencillez, plenos de amor y conocimiento, porque él es ante todo eso: un hombre sabio y bueno.

A todas las personas que hemos tenido la fortuna de cruzarnos alguna vez en la vida con él nos ha regalado parte de esa bondad y de esa sabiduría. Hablaba al principio de “reconocimientos”, de regalos, de confidencias. Pues bien me lanzo y cuento: yo conocí de niña al Pastor de Andorra, fue durante una larguísima espera en la calle. Actuaban varios grupos y era invierno. Mis compañeras y yo nos aburríamos, se nos helaban los dedos. Y él estaba allí también, esperando para cantar. Podía haber pasado de aquel grupo de crías cansadas y protestonas; no tenía porque preocuparse por nosotras, pero lo hizo, y cuando comenzó a hablarnos se nos pasaron todos los males de repente: nos hizo reír, nos enseñó a tener paciencia, a pensar que merece la pena esforzarse, nos hizo sentirnos importantes. No conocíamos su nombre, pero cuando después nos emocionamos al oírlo cantar, supimos que habíamos estado con ALGUIEN fuera de lo común. Sé que para él es lo habitual, que él es siempre así, y puede que parezca una anécdota trivial, porque él ha protagonizado historias y triunfos importantes, pero lo que se siembra en el alma de un niño siempre termina por nacer, y a mi nunca se me olvidó que en aquella conversación fue la primera vez que sentí que alguien me hablaba de persona a persona, no de adulto a crío. Esa consideración a los demás, el respeto a todos (sin importar edad, posición social, cargo político... todo el mundo para él ha sido igual de importante), esa valoración del esfuerzo y la constancia fue una lección que mis amigas y yo aprendimos aquel día de él, y como decía al empezar ningún regalo mejor que decirle a una persona el bien que te ha hecho. Por eso, por su arte y por el ejemplo de vida que nos da cada día a todos, desde la admiración y el respeto, desde el agradecimiento y el cariño: ¡muchas felicidades Don José!












Albada 262


LA CAJA DE METAL

(16 de octubre de 2011)

La caja es de metal, parecida a la que de niña veía utilizar a su madre para guardar los hilos, las tijeras, el jaboncillo azul de marcar la tela y el dedal. Ni siquiera recuerda cuándo decidió conservar en ella cosas que no quería perder. Quizás la tiene desde los 9, los 10 años (es la fecha que aparece en las papeletas con sus notas de solfeo que también guardó allí).
Las cuatro de la noche y el sueño, que como ayer y antes de ayer no llega, dan para mucho, sobre todo da mucho tiempo para pensar ante cada una de las ventanas oscuras de la casa. Esta nueva madrugada de insomnio ha cambiado la lectura por enredarse dentro de los cajones que apenas se abren y escudriñar en las estanterías más altas a las que rara vez nadie se sube.
Lo hace despacio, con mucho cuidado para no despertar a alguno de los suyos, los queridos durmientes, ajenos por completo a las dos realidades que coinciden en este mismo instante dentro de la vivienda: sueño y vigilia, los dos ávidos, codiciosos amos que no admiten medias tintas y atrapan a los humanos al completo, sin concesiones.
Ha subido a una silla. La caja está al final de la estantería, de tan al fondo, ni se ve. La palpa con la puntas de los dedos, la arrastra con las palmas, hasta que al final aparece enfrente mismo de sus ojos. Cuando vuelve a pisar el suelo, se sienta y la pone sobre sus rodillas. La mira antes de abrirla: no tiene prisa, sabe que las horas son más largas hasta el alba y que lo que contiene la caja le será tan familiar y a la vez tan inquietante como su reflejo en el espejo. Como si fuera una asaltante de su propia vida, va sacando uno a uno papeles ambarinos escritos con tinta azul y caligrafía de niña que lee con una sonrisa, viejas agendas con direcciones ya inexistentes, sobres repletos de fotos en blanco y negro... el diario de tapas azules y candado de juguete... postales con dedicatorias de novios quinceañeros, un recorte de periódico con su nombre en negritas, los resultados del análisis por el susto aquel…
Va dejando a su lado todo: la copia de su primera paga, las cartillas sanitarias de cuando sus hijos eran bebés con sus listados de vacunas, sus gráficas de peso y altura… -gramo a gramo, centímetro a centímetro cada mes, ¡aquellos números que tanto significaban!-, el mechero verde de Bic, la entrada del concierto de Los Secretos, el aro de plata, el llavero con la única llave...
Extendidos a su alrededor, aquellos objetos cotidianos han adquirido un aspecto que los hace diferentes. Es, desde luego, algo más que lo que pinta la pátina del tiempo... es... como si de tantas emociones contenidas se les haya abrazado un halo especial de extraordinario, como si les hubiera crecido peso y fragancia.. como si el trozo de vida prendido en ellos los hubiera vestido de más Ser. Ella sabe, que aunque parezca imposible, aquellas cosas
existen más.
Sensaciones difíciles de explicar a las siete de la mañana. Ya se oye el ruido de la ducha, y pronto la casa se sumergirá en olor a café. Sobre la silla empuja los recuerdos hasta el fondo de la estantería.
Las viejas cajas de metal llenas de recuerdos son salvavidas de las noches oscuras, farolillos que a veces encendemos para no caernos más. Las cajas de metal llenas de recuerdos son como el otoño: dulce, triste, necesario y muy, muy hermoso.

Albada 261


(fotografía de J. M. Garcés Gargallo)


EL SEÑOR S. Y SU PÍRRICA VICTORIA

(9 de octubre de 2011)

No les diré mi nombre. Me pueden llamar si quieren simplemente señor S., aunque no por ello estén dando por sentado que sea yo un hombre en vez de la despampanante morenaza con la que se cruzan algunos de ustedes camino del trabajo. No crean todo lo que les dicen y tampoco lo que leen... es de manual. También es de manual que un detective que se precie nunca debe decir como se llama, ni por supuesto dejar suponer que lo es. ¡Nada de pistas de la vida de un detective!. Como imaginarán la empresa suele ser harto difícil, especialmente cuando, como es mi caso, uno vive en una ciudad pequeña. Ser detective por ejemplo en una localidad como la mía es complicado… ¡ya quisiera yo ver aquí a Holmes, Dupin o Poirot!. Ni siquiera a la apacible miss Marple le sería sencillo hacer sus pesquisas sin riesgo de ser descubierta. Aunque finalmente, y pese a la falta de privacidad de mi ciudad (ya les digo que se parece poco a la imperturbable St Mary Mead), he de reconocer que, como la curiosa anciana inglesa sentenciaba al final de sus bien resueltos casos, “la gente es igual en todas partes”.

Y precisamente porque el ser humano es como es y además lo es con independencia de clase social o condición, me encuentro yo estos días inmerso hasta el cuello en un caso que me tiene, más que preocupado, obsesionado.

Cuando acepté hacerme cargo de él lo hice a regañadientes. No se siguen casos de divorcios, lo pone bien claro en el anuncio, le dije por teléfono a aquella voz sofocada. Sin embargo ni el mismísimo Marlowe habría hecho ascos a la considerable suma de dinero que el conocido personaje de mi ciudad (no hizo falta ni siquiera que se identificara pues lo reconocí al instante) me ofreció por encontrar pruebas de la infidelidad de su esposa.

Sería coser y cantar me dije mirando la foto de la estupenda señora de mi cliente. Su bonita cara me resultaba familiar claro, normal, ¡si aquí todo el mundo termina por ser conocido en mayor o menor tiempo!.

La estrategia fue la habitual: primero el perceptivo seguimiento encubierto, sin contacto inmediato con el individuo, en este caso “la individua”; y después, si no se consiguieran los objetivos –como así vino a suceder aquí– proceder a un marcaje más directo, forzando el trato o incluso la familiaridad si fuera necesario. Así que en mi afán por estar lo más cerca posible de “la sujeto”, y ya con menos disimulo, me apunté a su mismo gimnasio y a sus clases de acuarela; fui a los mismos conciertos y a las mismas películas, me senté en la terraza de la concurrida plaza a la hora justa en que ella tomaba su vermut con las amigas... Debo reconocer que hasta casi empecé a compartir con ella gustos y costumbres, no en balde me hice un corte de pelo en su misma peluquería y me compré ropa en las tiendas que ella frecuentaba. Lo normal no tardó en suceder: de tanto vernos o “coincidir” comenzamos a saludarnos; primero fue un breve “hasta luego” cuando nos cruzábamos en la calle; y más tarde, y como “por casualidad” estaba yo también en el mismo establecimiento, incluso me pidió opinión sobre un par de zapatos que dudaba en comprarse. Le hice fotos sola y acompañada, en la calle, desde el coche, y desde el interior de los locales… Completé así el grueso dossier y una tarde concerté una secreta entrevista con el marido en la cafetería más concurrida de la ciudad (es también de manual de detective que las cosas que no quieres que se sepan hay que hacerlas con normalidad y a la vista de la mayor cantidad de público)

A estas alturas se preguntarán, sin duda, cual fue el resultado de mis pesquisas, si la descubrí, si la pillé, al fin, con su presunto amante… Pero perdonen, debo atender ahora al marido al que veo ya esperándome en la mesa del fondo (hay que saber ser también discreto dentro de la “naturalidad”...).

Albadas 260

(Gabriele Münter)

MATRIOSKA

(3 de octubre de 2011)

Una mujer está sentada a la mesa; frente a ella una ventana. Es una mañana de invierno, hay nieve en las ramas sin hojas del jardín. Sobre la mesa, una taza de porcelana blanca, un plato vacío y otro con un trozo de bizcocho. La jarra con leche, también de porcelana, está a su izquierda junto a la taza; el bizcocho y el plato vacío a su derecha. Todo es blanco, hasta el impoluto mantel, todo menos la esponjosa miga amarilla. De espaldas a la puerta no se ve su rostro; sólo la suave melena marrón y la estirada silueta hacen pensar que la mujer es joven, aunque no demasiado. Inmóvil, con los brazos caídos sobre el regazo, quizás mira los pájaros posados en el cerezo. En sus ramas, tan cercanas que saben llamar en los cristales cuando hay tormenta, se columpian sobre el hielo el rojo carmesí y el azul de un camachuelo, se mecen el amarillo chillón y el negro de cuatro carboneros. La habitación respira tibia y huele a café con dulce. Fuera, libertad y el aire preñado de azul brillante; dentro, refugio y la piel suave de un bizcocho junto a una jarra de porcelana aún caliente. ¿Qué contiene a qué, quién contempla a quién? Una mujer sola mirando quieta nadie sabe si dentro de sí misma o fuera... Frente a una taza y un bizcocho se asoman los pájaros y el cerezo nevado a través de la ventana. Sólo ellos, tras el cristal, ven si tiene sus ojos cerrados o sonríe mirándoles. Desayunar sola una mañana de invierno frente a la ventana. Instantes de intimidad antes de que la casa despierte y se llene de voces infantiles, de besos breves con aroma a after-shave. Instante de soledad, la casa vacía a su espalda, la vida hueca tras las paredes de aquella habitación. Mirando el cuadro nadie sabría decir cuál es la verdad de aquella mujer.

Casi acaba de amanecer pero ya ha vuelto a poner el caballete con el lienzo a medio terminar al fondo de la habitación. Mientras espera pacientemente a que el sol escale y se pierda por encima del pedazo de cielo que se cuela dentro, ha dispuesto las piezas del desayuno como ayer y antes de ayer, a ambos lados de la mesa. Ha decidido que ella estará mirando hacia la ventana. La pinta de espaldas, la sombra desparramándose desde sus hombros, la luz sólo adivinada en su rostro oculto. Se pintará así. Nadie sabrá si la mujer del cuadro está triste o feliz, únicamente que es una mujer sola desayunando frente a una ventana que quizás mira a los pájaros (un camachuelo y cuatro carboneros) posados en el cerezo nevado de su jardín.

Albada 259


A. Durero, 1505

SEMBRAR

(25 de septiembre de 2011)

No todo van a ser nuevas preocupantes. De acuerdo que obtener contento últimamente leyendo el periódico empieza a ser difícil, sin embargo esta semana me he descubierto sonriendo feliz al leer una de las páginas de nuestro Diario. Me estoy refiriendo a la noticia sobre el reconocimiento en el Premio Educared 2011 que han recibido cuatro alumnos del IES de Calamocha. Veo en la foto al estupendo equipo, Laura, Chabier y los dos Jorges, atentos a las explicaciones de sus profesores, Chabier de Jaime y Rodrigo Pérez, y adivino en las jóvenes caras todo un mundo por abarcar, un futuro lleno de ilusión, de sueños, de proyectos. Me consta que como ellos, muchos otros alumnos se interesan, se implican, se comprometen con las variadas e interesantes iniciativas en las que el equipo de profesores de este instituto turolense viene ya desde hace tiempo trabajando con esfuerzo, gran preparación en las más innovadoras y eficientes líneas educativas y sobre todo con inagotable ilusión y constancia.

La suerte de tener buenos profesores quizás no la sabemos valorar hasta bastante más adelante, cuando al echar la vista atrás, evocamos una memoria agradecida a aquel maestro que supo “hacernos ver”, que nos ayudó a descubrir las inagotables posibilidades que la vida y la naturaleza ofrecen si se las sabe observar, mirar con mimo, con espíritu crítico, sin ofuscaciones. Hablo de la generosidad de esos profesores que supieron además de compartir sus conocimientos, motivar, activar como si fuera un resorte nuestro espíritu científico y nuestra creatividad. Se trata, en definitiva, de saber sembrar buena semilla y apostar por la buena mies.

El estudio premiado sobre el ciervo volante, un gran escarabajo que ha encontrado en las riberas del Jiloca su abrigo más meridional, ha llevado a los alumnos más de dos años de trabajo de campo voluntario. Los resultados pasarán a formar parte del acervo del saber científico. Es muy loable que la voluntad de llevar acabo esta iniciativa por parte de un grupo de alumnos de un instituto de una pequeña localidad, transcienda y vaya a aportar a la ciencia valiosos datos. Se reconoce así, una vez más, la importancia de la labor educativa rural y su contribución a la mejora social de todos, habitantes de ciudades o de pueblos, de cualquier país, de cualquier lugar.

Un pequeño susurro se escucha en el soto. El escarabajo de charol recorre como si se tratara de un fantástico helicóptero el humedal. Muestra orgulloso sus grandes mandíbulas semejantes a dos cuernos de ciervo y vuela tranquilo. Inconsciente de su destino, apura ya sus últimos días en este estío y es, como decía Borges, más que ninguno inmortal. Afortunadamente la supervivencia de su especie como la de muchas otras maravillosas criaturas tienen excelentes aliados. Ellos, y todos nosotros, tenemos la suerte de contar con el trabajo y la ilusión de estos cuatro jóvenes investigadores que, como muchos otros en todo el mundo, son la garantía de que aún es posible la esperanza. Cuando la primavera y los estudiantes vuelvan, cuando volvamos todos a las hermosas riberas del Jiloca, hallaremos criaturas mágicas volando. Una buena siembra es lo que tiene: siempre da excelentes frutos.